Las cartas amarillas
He escrito demasiadas cartas. Resulta inquietante aceptar que mandarlas era algo irreversible. No es que me haya dispersado desenfrenadamente en papeles que una vez matasellados han dejado de pertenecerme. Sólo en contadas ocasiones me he desahogado impúdicamente en un folio que el correo ha puesto luego en manos ajenas. Aun así me aturde que mi voz de otro tiempo permanezca fijada en el cajón de alguien que he dado por perdido. Una carta transporta un mensaje acuciante, una emoción que grita, pero su urgencia pasa como pasa la vida; y la emoción, candente y sublime, remite. Me divierten y enternecen esos protagonistas de película antigua que se esfuerzan en vano por recobrar un sobre que antes franquearon, y que contiene una nota culpable y convulsa –amenaza o reproche, decisión o advertencia–. Apenas lo soltaron, se arrepintieron. Por eso echan puertas abajo y revientan pestillos, abaten de un mamporro al maldito cartero y le roban las sacas; o se apostan delante de la puerta de ent...