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Las cartas amarillas

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He escrito demasiadas cartas. Resulta inquietante aceptar que mandarlas era algo irreversible. No es que me haya dispersado desenfrenadamente en papeles que una vez matasellados han dejado de pertenecerme. Sólo en contadas ocasiones me he desahogado impúdicamente en un folio que el correo ha puesto luego en manos ajenas. Aun así me aturde que mi voz de otro tiempo permanezca fijada en el cajón de alguien que he dado por perdido. Una carta transporta un mensaje acuciante, una emoción que grita, pero su urgencia pasa como pasa la vida; y la emoción, candente y sublime, remite. Me divierten y enternecen esos protagonistas de película antigua que se esfuerzan en vano por recobrar un sobre que antes franquearon, y que contiene una nota culpable y convulsa –amenaza o reproche, decisión o advertencia–. Apenas lo soltaron, se arrepintieron. Por eso echan puertas abajo y revientan pestillos, abaten de un mamporro al maldito cartero y le roban las sacas; o se apostan delante de la puerta de ent...

La esperanza de que sean menos estúpidos

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Ha hecho un día precioso. Anochece y una luna radiante asoma entre las hilachas de nubes que han quedado tras la mañana lluviosa y la tarde de sol. Va desapareciendo el campanario, de piedra ahora parduzca, en la grisura del día que se apaga. Ahí abajo, en la plaza, ajenos a la bóveda celeste y a la atmósfera otoñal, berrean cuatro críos . Estampan la pelota contra las fachadas de los edificios habitados, las persianas de los establecimientos y hasta el mismísimo ayuntamiento (a esta hora cerrado al público). Revientan la barrera del sonido. No la literal, sino la del límite en decibelios que definen las ordenanzas de protección contra la contaminación acústica. Y en cuanto anoto esto, se me aparece el lector susceptible. Me acusa de niñófoba . Lo hace con el aire condescendiente de quien se sabe único conocedor de lo que es un niño. Y me dan un poco de risa su desprecio sabiondo y la ingenuidad de ese concepto que esgrime: que sufro una aversión o un pavor irracional a la infancia, d...

Tejiendo vínculos

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Tejemos las relaciones hilo a hilo, en telar manual y con esmero. La proximidad, la convivencia o el contacto frecuente, facilitan la labor. Así vamos acumulando vueltas día a día y crece el buen tejido sin sentir. En la cercanía detectamos de manera natural los nudos involuntarios, y los desembrollamos enseguida. Una pasada torpe puede deshacerse y rehacerse con más cuidado en un momento. Y esas taras menores que no tienen remedio, las inevitables imperfecciones, aprende uno a quererlas sin mayor consecuencia cuando media el afecto. Las relaciones de esta naturaleza van ganando profundidad. Su espesor cálido, artesanal, nos abriga cuando arrecia el frío. Pero ahora andamos lejos unos de otros, y vamos demasiado cortos de horas como para cultivar además labores decorativas . Hasta tal punto vivimos instalados en la urgencia de la supervivencia, que permanecemos compulsivamente anclados en ella cuando ya nos hemos provisto en abundancia. Damos muchas relaciones por supuestas y aun por d...

El berrido o la civilización

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Cuando me preguntan por qué abordo tan a menudo la cuestión de la educación en este espacio destinado a la protesta permanente, mi respuesta es simple: con un poco más de aquella no habría necesidad de ésta. Y al pronunciarme así, a muchos les parezco una abuela gruñona o un cura de pueblo. Nada más lejos. Precisamente porque creo en una humanidad dotada y capaz, corresponsable , sensible y trascendente, me niego a resignarme a este sucedáneo de civilización que prolifera y distorsiona el curso de la especie. Reina la fe irracional en la inmediatez entre causa y efecto. Así como para encender una bombilla accionamos el interruptor (ejemplo antiguo) o activamos operaciones admirables en nuestro teléfono móvil con una concisa orden de voz (ejemplo actual, que la propia tecnología dejará antiguo en breve), creemos que para modificar cualquier situación o comportamiento incómodo, desagradable o pernicioso basta con alterar su causa inmediata. Este credo de lo instan...

Distracción al cliente

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No sólo de aplicados quehaceres vive Pepa. No sólo la ocupan la escritura, la reivindicación y la metódica transformación alquímica de la mala leche en palabra inteligible y ojalá que convincente. Nuestra barbuda también goza algunas veces de eso que conocemos por tiempo libre u ocio. ¿Y a qué lo dedica? Pues depende. Lo que a ella le pirra es la variación, porque ahí es donde ensancha su visión del mundo. Así que recientemente consagró diez días con sus diez benditas noches a dar vueltas y vueltas y más vueltas en el laberinto del Minotauro, en adelante M. Entiéndase por M (con una omnipresente y rechoncha M azul) ese monstruo contemporáneo de las telecomunicaciones y el entretenimiento organizado. No fue exactamente una experiencia nueva. Al fin y al cabo, ¿quién no ha marcado nunca el 1004? ¿Quién no se ha dejado la mañana y la tarde en esa llamada, repitiéndole con vocalización meridiana a una máquina su problema telefónico, internáutico o televisivo , sin conseguir que ella lo...

Los niños no sirven para nada

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La frase que da título a esta entrada no es mía, sino de un padre de familia que blande en el aire un dedo índice acusador. Se ha puesto en pie de repente, a media tertulia literaria, justo cuando abordábamos la oposición entre el utilitarismo economicista (ese que concibe a las personas como herramientas o recursos) y el humanismo (que prioriza la vida en plenitud, y relega el provecho al papel de servidor en vez de amo). Grita "¡Los niños no sirven para nada!" y de entrada parece una boutade . El lema ejemplifica a las mil maravillas el absurdo imperante, que se empeña en anteponer el mercado al ser humano. Lo ha soltado con una contundencia y un fervor tan bien fingidos que multiplican el efecto irónico. Cunde la risa. Entonces nos damos cuenta de que la cosa no iba en broma. Enrojece y concentra en mí la mirada y la furia: "¿Tú qué sabes? ¿Tú tienes niños? ¿Eh? ¡Porque yo tengo dos! ¡Dos! Y no sirven para nada. Lo he pensado mucho. Llevo años dándole vueltas a esto....

Reparación a hachazos

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Doña Pepa viene leyendo los papeles con ánimo menguante. El primer día, cuando un sinfín de voces llamaron por su nombre a ese desolladero que eran las clases de un desaprensivo (que hasta entonces pasaba por director de teatro), una Pepa exultante celebró la valentía de quienes así hablaban, y el rigor y la exhaustividad de los periodistas que firmaban la noticia . El caso no le sorprendió ni medio gramo, porque a ella la barba le creció precisamente en esas aulas dramáticas y allí la categoría humana del susodicho la conocía hasta el bedel suplente. Albergó brevemente la esperanza de que aquel estallido sirviera para limpiar la charca de sanguijuelas como esa. Le pareció que dos focos de atención exigían una intervención inmediata, y que estaban claros. Para empezar, se dijo, por fin se investigaría la actuación de aquel ebrio tirano feudal que se arrogaba el derecho de pernada, y se emprenderían las acciones administrativas y jurídicas pertinentes; esto incluiría una inspección exte...

Éste iba a ser mi año

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No deja de sorprenderle nunca a una la obstinada ingenuidad del ser humano, ese empecinamiento y esa ceguera tan propios de la especie.  Tras el éxito mundial del lema "Yo soy buena persona" , del que con gusto me carcajeé tiempo atrás en otra diatriba, hoy se cacarea cual estribillo pegadizo "Éste iba a ser mi año". La cancioncilla, mitad resignada y mitad coqueta, la entonan por doquier quienes aún no se creen que 2020 haya tenido el atrevimiento de acabarse sin traerles lo suyo, lo que se merecían y cuyo cumplimiento se prometía inminente. El ascenso o el salto a la fama. El dulce amor verdadero. La concepción feliz de quintillizos. La caída del imperio romano. Eso que fuese que anhelaban (y para gustos, anhelos) tendría que haber acaecido sin defecto, y bien que lo hubiera hecho de no ser por el giro imprevisible de los acontecimientos. Claro. Pues servidora tampoco va a ser menos. Éste año desaprensivo y humillante iba a suponer la consagración de Pepa Pertej...

No se puede poder tan poco

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"Quien hace lo que puede no está obligado a más", reza el refrán. Y en este caso atina (señalarlo no sobra, porque el refranero alterna la mayor sensatez con las barbaridades más calamitosas). "Quien hace lo que puede", sostenemos, y es cierto. No caben ni el arrepentimiento ni el reproche cuando se han consagrado a un menester las propias fuerzas y capacidades. Llegue o no el resultado que anhelábamos. "No está obligado a más", concluimos, y de inmediato quedamos liberados de los trabajos de Sísifo. La frase rompe esa cadena que de otro modo nos amarraría eternamente a un deber imposible. Y sin embargo, ¿quién hace lo que puede? ¿No se habrá vuelto la fórmula una excusa con la que justificar nuestra nula disponibilidad y nuestra ínfima aptitud? ¿No hablan la desgana y la pereza a través de la mayoría de los "quien hace lo que puede"? Porque cuesta bastante creerse lo poco que en general se puede... No estar obligado a más tampoco implica necesar...

¿Para qué vivo ahora?

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Se respiran desánimo y hostilidad en la calle. La calle es un decir, ahora que apenas puede una salir y que corre peligro de llevarse un disgusto cada vez que lo hace. De igual manera, la impaciencia y el desconcierto imperan en las telegestiones. Hasta tal punto llega la robotización literal y metafórica de la atención al ciudadano / trabajador / usuario / cliente , que a menudo nos cuesta discernir si quien responde es una máquina medianamente lograda o un humano muy venido a menos.  Por teléfono pulse ocho u ochenta, y en la espera cuente hasta ocho mil. Frustrante aunque sencillo. Si no se corta. Si al final nos contestan. Si resulta que la voz, cuando llega, sabe de qué le hablamos y cómo se resuelve.  La cosa se complica en la red, diseñada como está para facilitarlo todo. Rellene el formulario. Escoja entre las mil opciones desplegables (se ajusten o no a eso que le pasa). Adjunte la documentación requerida (esa y ninguna otra, por mucho que se parezcan, aunqu...