Las cartas amarillas


He escrito demasiadas cartas. Resulta inquietante aceptar que mandarlas era algo irreversible. No es que me haya dispersado desenfrenadamente en papeles que una vez matasellados han dejado de pertenecerme. Sólo en contadas ocasiones me he desahogado impúdicamente en un folio que el correo ha puesto luego en manos ajenas. Aun así me aturde que mi voz de otro tiempo permanezca fijada en el cajón de alguien que he dado por perdido. Una carta transporta un mensaje acuciante, una emoción que grita, pero su urgencia pasa como pasa la vida; y la emoción, candente y sublime, remite.

Me divierten y enternecen esos protagonistas de película antigua que se esfuerzan en vano por recobrar un sobre que antes franquearon, y que contiene una nota culpable y convulsa –amenaza o reproche, decisión o advertencia–. Apenas lo soltaron, se arrepintieron. Por eso echan puertas abajo y revientan pestillos, abaten de un mamporro al maldito cartero y le roban las sacas; o se apostan delante de la puerta de entrega y distraen al portero que, tan meticuloso, ordenaba las cartas para sus inquilinos; y, si nada resulta, se plantan en la casa de su destinatario y exigen o suplican que a ciegas reduzca a ilegibles cenizas la nota recibida, que lo hagan en nombre de su férreo afecto, de su fiel confianza, del futuro común. Si aquél la lee, lo hará a sabiendas de estar destruyendo la vida de su afligido autor. Simpatizo con ellos porque los compadezco: su intento accidentado es un viaje perdido. No los destruirá que el otro lea su carta. Lo que los destruyó fue habérsela escrito.

Será porque me escuece el andar troceada en cuartos de los trastos, al alcance de cualquier corresponsal añejo, olvidada en altillos de armarios empotrados durante una mudanza y expuesta a la lectura del siguiente inquilino. No quisiera constar por escrito, accesible a la mirada extraña, en textos que debieran ser fungibles –pragmáticos o íntimos–. Cambia todo y yo cambio. ¡Amarillean las cartas al cabo de tan poco!

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