Los podadores insulsos

A una servidora los amigos suelen contarle cosas y ella luego va y se las cuenta, sibilina o impúdica, a ustedes. Así que con el paso del tiempo los amigos se escaman y, si bien ninguno ha llegado todavía al extremo de retarme a un duelo con espadas, sí que se nota que moderan sus palabras para evitar reconocerse después en el asunto o en el protagonista de un artículo de Las uñas negras.

Es por ello que, en un ejercicio de astucia y esfuerzo, me he quedado calladita durante varios meses. ¡Casi reviento en semejante trance! Suerte que los amigos no han tardado en bajar la guardia y ya vuelven a abastecerme, generosos, de materia prima recia con que armar mis diatribas y controversias. Hay quien escoge a los amigos según su estatus, sus aficiones o las tres últimas cifras de su código postal. Pepa elige a los suyos por su conversación, pues si hay algo que le eriza la barba es la insulsez dialógica. Que se ofenda quien quiera.

Hoy retomo las armas para atacar la sosería aduanera. Hablo de esa falta de viveza de espíritu e inteligencia que se traduce en una extrema afición a la corrección normativa. Hablo de falsos escrúpulos y exceso de celo en ámbitos que exceden la capacidad de comprensión de quienes los exhiben. Hablo, en fin, de hipocresía social, revisionismo y derechos morales del autor sobre su obra. Hablo de Roald Dahl y de la estupidez de reescribir sus libros, en un gesto tan ridículo que avergonzaría al más zoquete de sus personajes.


Las obras de Roald Dahl son estupendas, hilarantes, sorprendentes y contienen una libertad de proporciones infrecuentes en la literatura infantil. No dan ejemplo, ni bueno ni malo, porque no son manuales de comportamiento. Y en ellas conviven lo grotesco con lo bello, lo repugnante con lo heroico. ¿A cuento de qué les podan ahora las frases como si fuesen las ramas de un seto? ¿Quieren historias reconfortantes para adultos impresionables y niños supuestamente deformables? Pues que dejen las tijeras y se pongan a escribir. Menuda jeta, amoldar a sus propias obsesiones la obra de este autor formidable, con la tranquilidad de quien se ajusta un traje o se reforma un piso.

Las editoriales que publican a Dahl en Francia y en España han anunciado que aquí no se toca ni una coma. Afortunadamente. No para Dahl, que al fin y al cabo lleva más de treinta años muerto y a estas alturas debe importarle un bledo. Digo para nosotros, sus lectores.

Claro que a lo mejor lo único que les pasa a los censores de Dahl es que quieren dejar de verse reflejados en las líneas de otro, igual que mis sufridos amigos. Pobrecitos.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Yo soy buena persona

La mujer barbuda

Como las cabras