El berrido o la civilización

Cuando me preguntan por qué abordo tan a menudo la cuestión de la educación en este espacio destinado a la protesta permanente, mi respuesta es simple: con un poco más de aquella no habría necesidad de ésta. Y al pronunciarme así, a muchos les parezco una abuela gruñona o un cura de pueblo. Nada más lejos. Precisamente porque creo en una humanidad dotada y capaz, corresponsable, sensible y trascendente, me niego a resignarme a este sucedáneo de civilización que prolifera y distorsiona el curso de la especie.

Reina la fe irracional en la inmediatez entre causa y efecto. Así como para encender una bombilla accionamos el interruptor (ejemplo antiguo) o activamos operaciones admirables en nuestro teléfono móvil con una concisa orden de voz (ejemplo actual, que la propia tecnología dejará antiguo en breve), creemos que para modificar cualquier situación o comportamiento incómodo, desagradable o pernicioso basta con alterar su causa inmediata.

Este credo de lo instantáneo tiñe nuestra mirada y nuestros afectos; determina nuestras palabras y acciones. ¿Que X no funciona como yo quisiera? Pues cambio un poquito W, que para algo va justo delante, y doy por sentado que la cosa quedará resuelta. Ignoramos adrede eso que de hecho ya sabemos: que todo lo que florece lleva tiempo enraizando, creciendo y brotando, aunque sólo lo acabemos viendo en superficie. En consecuencia, segar la flor de una molestia y dejar entera su raíz es tan inútil como cerrar los ojos para apagar la luna.

¿Dónde encaja aquí la educación? Conste que no hablo de la enseñanza escolar reducida al periodo infantil, sino de un aprendizaje constante que abarca la vida entera. ¿A cuento de qué reivindico una tarea tan laboriosa, de la que encima debería hacerse cargo cada quien? Igual que el hortelano recoge lo que plantó hace meses o años y cuidó desde entonces, nosotros cosechamos los frutos de semillas remotas regadas a diario. El narcisismo grandioso que aqueja a una proporción ingente de los adultos ha sido cultivado con mimo por el mercado desde hace décadas. Y la furia explosiva de tantísimos jóvenes (que atacan a otros o a sí mismos) no la desencadenan contrariedades de hoy, sino la escasez de recursos interiores; carencia causada por esos adultos egocéntricos que deberían haberlos provisto de herramientas, pero para quienes los adolescentes no son más que figurantes de la vida real, como mucho proyectos de persona. 

Acabo mostrándoles mi ramillete preferido: niños y niñas que berrean, no a ratitos e inmersos en un juego o en respuesta a un ataque, sino incesantemente. Niños-sirena-de-barco y niñas-chirrido-de-tiza, a los que oímos todos pero a quien nadie escucha. Berrean y aúllan y braman y mugen, día y noche, en playas y plazas, en patios de luces y escaleras, en autobuses, hospitales y cementerios, en baños públicos, en bibliotecas y heladerías, en salas de espera (de peluquerías, callistas, notarios...). Lo hacen con el beneplácito indiferente de mamá y papá, que están muy ocupados y soncosasdeniños. Al fin y al cabo, ¿qué relación guardarán esos berridos sin freno y el deterioro de la civilización?


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