Sssocorro



“El silencio es esencial para regenerar nuestro cerebro”, afirma el neurocientífico Michel Le Van Quyen.* Lea de nuevo la frase. Es esencial. Ponga especial atención. Para regenerar. Lo está entendiendo bien. Nuestro cerebro. La cuestión es alarmante.

Vivimos asediados por innumerables mercaderes que sin cesar nos ofrecen cachivaches, bebedizos y martingalas para alargar, mejorar o intensificar la vida. En realidad, sólo unas pocas cosas resultan imprescindibles, entre las cuales: aire fresco, agua clara, alimento que de verdad lo sea, sueño reparador, refugio y abrigo, contacto significativo consigo mismo y con otros seres, y silencio. Eche usted sus propias cuentas.

Los humanos no nacemos sabiendo cuidar de nosotros y de otros. Lo aprendemos, como casi todo, por imitación. ¡Ay! ¿Cuántos de esos ítems aprendió? ¿Cuántos está enseñando (se considere o no usted enseñante, todos somos modelos a la vista de otros)? El balance general es paupérrimo, así que si su caso le parece halagüeño, puede darse con un canto en los dientes. Aquí (léase en el occidente contemporáneo o léase en su pueblo) se exagera aquello que atañe al refugio, al abrigo y al alimento. Se desprecia lo referente al descanso. Se tergiversan y deforman las relaciones sometiéndolas al utilitarismo. Se respira superficialmente y se bebe de todo menos agua. Se destruye sistemáticamente el silencio, que da más miedo y asco que las cucarachas (y es mucho más frágil que ellas).

Oigo hablar con preocupación de una especie de epidemia creciente de niños y adolescentes acelerados (chillones, extenuantes, carne de diagnóstico y tratamiento psiquiátrico). ¿Y si fuese la simple consecuencia de un comportamiento aprendido en el que no se cubren esas necesidades básicas? ¿Y si para enseñarles a cubrirlas antes tuviéramos que aprender a desacelerarnos nosotros, los adultos? Sin excusas. El primero de todos, ése que dice que quiere a sus hijitos más que a nada en el mundo. A dejarnos de pretextos y a picar piedra interior.

¿Cómo hacerlo? Una herramienta simple (tanto que al probarla se le dibuja a uno la sonrisa en los labios de puro obvio, ¿cómo no se me habría ocurrido esto a mí antes?) es el famoso mindfulness. Estar presentes, aquí, ahora, sin exigencias ni expectativas. Cultivar la atención y la calma. Nada metafísico. Un niño puede hacerlo (y le supondrá un alivio y un fortalecimiento extraordinarios). O sea que usted también. Regálese la lectura del sencillo y ameno Tranquilos y atentos como una rana de Eline Snel** y acérquese a esa fuente de silencio que es la escucha interior. Por una parte, estará permitiendo que su cerebro se regenere. Y cuando menos, se habrá callado un rato para que puedan regenerarse los nuestros.




* (La Vanguardia, 05/11/2019)
** (Kairós, 2013

Fotografía de Salva Artesero

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