Calendario del payés afortunado

Veámonos por un instante como lo que realmente somos: lodazales. Barro animado, según confirman fuentes mitólogicas del Génesis e investigaciones biológicas de la Universidad de Cornell.

Reconozcamos cada cuerpo humano como una porción de tierra generosamente irrigada, ventilada y abonada. Un chollo agrícola: semilla que cae, semilla que prospera.

Imaginemos lo que eso supone. Admitamos que hemos estado ignorando, desdeñando o negligiendo nuestro papel de labradores. A pesar de ser nosotros mismos el lugar donde crecen los frutos que luego vamos a tener que tragar y digerir, desatendemos lo que allí plantamos.

Por fértil que sea un terreno, no producirá lo que allí no se siembre. ¿Qué estamos sembrando? 

¿Qué dice? ¿Que usted, pobrecito, recoge lo que no ha cultivado? ¿Que es culpa de otros, que con sigilo alevoso le enterraron semillas de ponzoña? Vaya, vaya... Escuche atentamente: hasta el más desafortunado campesino –que haberlo, lo habrá–, ése al que le ha tocado un campo que está infestado de malas hierbas traídas por el viento con raíces tan hondas que consumen sus fuerzas y las del mismo suelo sabe que su única esperanza de producir siquiera un fruto comestible depende de la diligencia con la que arranque los hierbajos. Si cree que ése es su caso, ¡remánguese y deje de regarlos con esos lagrimones!

Para el resto, los que hemos recibido un cuerpo-huerto estándar, hay grano de siembra, esquejes, yemas y bulbos de aquello que decidamos plantar y hacer crecer. Sean los tradicionales buenos propósitos de estas fechas nuestro particular calendario del payés, que no dará cosecha a menos que se atienda. 



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