Como las cabras

Leo la confesión de una madre resuelta y compungida. Durante estas semanas, dice, se debate entre "la ternura, la impaciencia y la desesperación". Se refiere a su relación con los niños. Con los suyos, se entiende.

Luego leo a Rodrigo Fresán. Admite, quién sabe si de veras o como recurso expresivo, que los padres fantasean a menudo con recuperar la vida anterior a la paternidad. Seguro que muchos de ellos se imaginan en un presente sin hijos, algo que en su día fue una posibilidad tan real como esta vida familiar que ahora disfrutan.

Disfrutar es aquí la palabra clave. Sentir placer o alegría. Tener algo bueno. Dos acepciones sacadas del diccionario. Y dos tabúes. El primero: nunca reconozcas sentir placer o alegría auténticos. Nuestra civilización, que es medrosa, prefiere encadenar y someter el gozo propio antes que exponerse a la hipotética envidia ajena. De manera que aun esos pocos padres que se sienten de verdad afortunados y felices tienden sin embargo a enfatizar las penalidades de la crianza. El segundo: los hijos son siempre una bendición. Lo son para quien asume y celebra su condición de padre. No para esos otros que en su interior (y a veces ni siquiera hace falta escarbar tanto) reniegan de la responsabilidad que contrajeron. Y aunque no vayan proclamándolo, bien se ve cómo negligen sus atribuciones: sueltan a las criaturas como cabras montesas, a la ventura. ¡Que balen, den topetazos y se encaramen a los riscos!

Así es todo el año y no sólo durante estas largas convivencias forzosas. No confundamos la excusa oportunista con la causa real. Los padres que han dimitido de serlo porque cansa mucho (que se escudan en la libertad y el derecho de sus hijos a ser felices para dejarlos trotar y berrear y golpear y tiranizar con sus desafueros a propios y extraños) no aparecieron ayer. Y su pereza beligerante se contagia.

Digo beligerante porque leo (en estos días leo y leo y leo) exaltados elogios del estrépito hogareño y acusaciones avinagradas a quienes osan pedir una relativa quietud. Los papás y las mamás exigen a los desconocidos empatía hacia esos niños que hasta a ellos los sacan de quicio. Lo que en realidad defienden con cuernos y pezuñas es su opción de criar a los hijos como si fueran cabras. ¿Qué opción ni qué leche caprina? Pura inhibición por impotencia.

Recomienda Montaigne al escritor que no se embarque en materia ni forma que excedan sus fuerzas. Nada se dice, en cambio, de los procreadores que se embarcan en paternidades para las que no tenían el espíritu, la habilidad ni la constancia. De quienes abandonan su tarea o la cumplen lo justo y con desgana. De quienes dan por hecho que lo que no resuelvan ellos mediante la educación ya lo aguantarán los demás por narices.

Que no nos pidan tanto. Coincido plenamente con aquella madre que se debatía entre "la ternura, la impaciencia y la desesperación", sólo que en mi caso sin ternura. No hacia los niños, sino hacia esos padres ineptos. Porque hay padres ineptos, aunque esto sea ya un tercer tabú. Padres que lo fueron por inercia y que, por mucho que se arroguen el futuro de la humanidad, no pastorearían ni a una cabra doméstica. Vean como crece la población mundial. Su pobre aportación en este ámbito era, además de engorrosa, innecesaria.



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