¿Para qué vivo ahora?


Se respiran desánimo y hostilidad en la calle. La calle es un decir, ahora que apenas puede una salir y que corre peligro de llevarse un disgusto cada vez que lo hace. De igual manera, la impaciencia y el desconcierto imperan en las telegestiones. Hasta tal punto llega la robotización literal y metafórica de la atención al ciudadano / trabajador / usuario / cliente, que a menudo nos cuesta discernir si quien responde es una máquina medianamente lograda o un humano muy venido a menos. 

Por teléfono pulse ocho u ochenta, y en la espera cuente hasta ocho mil. Frustrante aunque sencillo. Si no se corta. Si al final nos contestan. Si resulta que la voz, cuando llega, sabe de qué le hablamos y cómo se resuelve. 

La cosa se complica en la red, diseñada como está para facilitarlo todo. Rellene el formulario. Escoja entre las mil opciones desplegables (se ajusten o no a eso que le pasa). Adjunte la documentación requerida (esa y ninguna otra, por mucho que se parezcan, aunque sean oficialmente equivalentes) y asegúrese de que la renovó hace menos de quince días. Identifíquese (mediante el único sistema válido aquí, que no tiene por qué coincidir con el que aceptan otros sitios, ni tampoco con el que nosotros aceptábamos la semana pasada). Actualice sus plugins. Pruébenos que usted no es un robot. Pulse enviar. "Error." La página ha regresado al vacío inicial. "Inténtelo más tarde." Qué pasatiempo estéril.

Ahora, como siempre, conviene preguntarse: "Y yo ¿para qué vivo?" Es un momento óptimo porque pasan las horas y los días y se nos escurre la vida entre los dedos. Somos muchos los que hoy nos encontramos suspendidos entre antes y luego, en una extraña e imprevisible espera de que algo se reanude. Otros, quienes han conservado su empleo y con él algunas relativas rutinas y certezas, han adaptado su cotidianidad a la rareza.

Sin embargo, no todos estos casos de preservación de la nómina se corresponden con un trabajo real. En muchos de ellos, la labor encomendada se ha evaporado, carece temporalmente de entidad y de sentido, y la retribución se mantiene por peculiaridades del contrato. O por mandato social, pues hay funciones bendecidas con el halo de lo imprescindible incluso cuando a duras penas pueden llevarse a cabo y a nadie benefician.

Aquí yace la infinita buena suerte de los parias. Podemos respondernos con franqueza a la pregunta "Y yo ¿para qué vivo?", porque ya hemos comprobado la inutilidad de esforzarse en demostrar nada a nadie. Nos hemos liberado de la necesidad de urdir tejemanejes y fingir ocupar el tiempo para justificar nuestra inmerecida nómina. Que nos dure la vida lo que pueda y que tenga un propósito honesto. Un norte verdadero.

Permanezcamos, no obstante, muy atentos a las trampas que el momento nos tiende. No desperdiciemos nuestra preciosa vida sobria y solitaria en rellenar el tiempo de quienes fichan a disgusto, ignorando para qué viven y evitando a toda costa preguntárselo. No seamos la coartada de su miseria.

Dibujo de Giacometti.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Yo soy buena persona

La mujer barbuda

Ensayo sobre teatro (VI): TABLILLA