La esperanza de que sean menos estúpidos

Ha hecho un día precioso. Anochece y una luna radiante asoma entre las hilachas de nubes que han quedado tras la mañana lluviosa y la tarde de sol. Va desapareciendo el campanario, de piedra ahora parduzca, en la grisura del día que se apaga.

Ahí abajo, en la plaza, ajenos a la bóveda celeste y a la atmósfera otoñal, berrean cuatro críos. Estampan la pelota contra las fachadas de los edificios habitados, las persianas de los establecimientos y hasta el mismísimo ayuntamiento (a esta hora cerrado al público). Revientan la barrera del sonido. No la literal, sino la del límite en decibelios que definen las ordenanzas de protección contra la contaminación acústica.

Y en cuanto anoto esto, se me aparece el lector susceptible. Me acusa de niñófoba. Lo hace con el aire condescendiente de quien se sabe único conocedor de lo que es un niño. Y me dan un poco de risa su desprecio sabiondo y la ingenuidad de ese concepto que esgrime: que sufro una aversión o un pavor irracional a la infancia, dice. Ahí es nada. Como quien tiene tripanofobia o herpetofobia, pero con criaturas en vez de agujas o reptiles. Gracias por su diagnóstico, querido.

Lamento desengañar al lector que se eriza. Con los críos gasto el mismo criterio, amable o desabrido, que con las personas de cualquier otra edad. Me caen requetesimpáticos cuando lo son. Y me parecen cafres si como tales se comportan. ¿Acaso no puede una rechazar ese pincho pasado, a medio florecer, que le sirven como tapa del día, sin convertirse por ello en tortillófoba?

¡Ay, la generalización! ¡Ay, la perversión de convertir el interés personal en una causa justa! Atisbo a un par de progenitores en la terraza del bar. "¡A ver si no tengo derecho a alternar un ratito con mis colegas, en vivo o en whatsapp, y a echarme el cigarro tranquilamente mientras mi-churumbel-sol-de-mi-vida-sangre-de-mi-sangre apedrea a pelotazos al prójimo y se desgañita a gusto! ¡Que para algo es peatonal la plaza, leñe!", reflexiona uno de estos dos ínclitos miembros de la asociación de madres y padres. "Si el que se queja es porque odia a los niños...", lamenta el otro. "¡Pues que venga a quejarse, que le parto la cabeza!", remacha el primero. Lo siento, no exagero.

Niñas y niños abandonados a la barbarie de la falta de educación por padres y madres que se creen que bastan paritorio y registro civil para serlo. Hordas de criaturas huérfanas de esos padres que, aunque vivos, están sin estar. Adultos que presumen de rango y lucen en el pecho una banda de raso con letras doradas: "Todo por mis hijos". Maldito el cuidado que tienen luego de los vástagos. Claro, no dan abasto, con el móvil, el colega, el cigarrito y eso.

Me caen bien las niñas y los niños. En general, me caen mejor que la mayoría de adultos. Será porque, lo dijo Umberto Eco, cuando nacen y mientras todavía crecen persiste la esperanza de que acaben siendo menos estúpidos que quienes los crían. Con algunos, sin embargo, el mal ya está hecho. Y a conciencia.



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