Gritos, hipocresía y oración



«Querida Pepa:

Vivo sin vivir en mí. Vaya donde vaya, me asedian gritos infantiles (procedentes de gargantas de 0 a 12 años), adolescentes (de hasta 16) y desaprensivos (de 16 en adelante). No hablo de algarabía, sino de estruendo. Y aunque no es imaginario, al parecer, sólo me tortura a mí. El resto aparenta normalidad. No sé qué hacer. ¿Rogarle a la virgen santísima que a mí me deje sordo? Porque a la vista está que no piensa dejarlos a ellos mudos. ¿Usted qué me aconseja?

Desesperado,

R.»

* * *


Mi querido amigo R.:

Me plantea tres cuestiones peliagudas:
Los gritos gratuitos y generalizados.
La hipocresía.
La oración.

La primera la conozco. Ya reflexioné sobre la necesidad de restablecer unos mínimos higiénicos de silencio en los hogares y en la sociedad, y sobre los modos de conseguirlo. Lo malo es que la transformación no está en manos del silencioso sino del vocinglero, y malditas las ganas que éste tiene de callarse.

Lo ilustraré con mi cena de anoche. En un restaurante acogedor hasta su llegada, no menos de seis familias competían, desde mesas distintas, por ver quién convertía antes el comedor del local en el de su casa. Para empezar, se disputaron el aparcamiento de los carritos, haciéndolos chocar unos con otros, y con las sillas y mesas de los pobres comensales madrugadores. Luego descargaron al unísono sus respectivos sacos de juguetes entre las copas y los cubiertos. Muchos eran eléctricos y emitían los consabidos sonidos estridentes que tanto alegran las veladas entrañables. A partir de aquí los adultos se desentendieron de los niños. Ya los tenían acomodados y equipados. Habían cumplido con su deber. A ellos, que los dejasen tranquilos. Y aquí concluyó la obertura y dio comienzo el concierto rotundo. Chillidos de llamada de atención que se iban contagiando de mesa en mesa y ante los cuales todos nos manteníamos tan impasibles como buenamente podíamos. Hasta que alguien, un individuo tímido con dolor de cabeza, se atrevió a sugerir en buenos términos: «Por favor, ¿no podrían...?». No le dejaron acabar. Como un solo hombre, las seis familias protestaron: «¡Son niños!», descuartizaron al quejica y se lo repartieron de primer plato. ¡Debería haber visto a las criaturas rebañando los huesos!

Lo que nos lleva a la segunda cuestión: la hipocresía. No «son niños» y no hay más que hablar. Son adultos. Me refiero a quienes permiten, alientan y amparan el griterío, ya sea por acción, uniéndose a él, ya por omisión cuando apenas se les oye un endeble «Si no te callas nos vamos, ¿eh?, nos vamos, no te lo diré más veces...» y así toda la noche. Tan poco convincentes que le dan risa hasta al propio niño, por pequeño que sea. Las fuerzas se las guardan para insultar al que cuestione su flojera. O sea, que no se trata de que nadie más que usted lo oiga o de que a los demás no les moleste, sino de que ¡menudo trabajo restaurar la paz! ¡Con lo que cansa la vida, ya sólo nos faltaba eso! ¡Que le den por saco a la paz! ¡Hagamos de la desconsideración un derecho y santas pascuas!

Y acabaremos con la tercera: la oración. Si a usted le consuela rezar, que para eso sirve, pues rece hasta encontrar algo de alivio. Pero, por lo que más quiera, preste atención a lo que pide. Una calamidad no borra otra, aquí no sirve aquello de la mora verde ni lo del vino blanco. ¿Quiere quedarse sordo para que otros sigan campando por sus respetos? Oiga bien, usted que aún escucha: de eso nada. Ninguna virgen con código deontológico le va a conceder tal cosa. Pida algo con sentido. Pida la valentía y el descaro para ponerse a gritar usted a pleno pulmón cuando el desbarajuste se desborde, y para hacerlo sin freno ni vergüenza, como si fuese un niño malcriado. Quién sabe si al desconcierto no le seguirá un minuto de calma. Si es así, disfrútelo.

Me sumo a su lamento, mi querido amigo. Siendo el universo un espacio infinito eminentemente silencioso, nos ha ido a tocar la china, me temo.

Le saluda afectuosamente,


Doña Pepa Pertejo
BARBUDA Y SABIA



Confusión, de Auke Mulder


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