Los falsos propósitos
En
general, nos conocemos poco: los unos a los otros, por descontado,
pero especialmente cada quien a sí mismo. Si existe algo que
podríamos afirmar en conciencia y con certeza sobre nosotros, se
revuelve en una olla borboteante donde también se
cuecen las creencias heredadas, los prejuicios adquiridos, lo que una
vez alguien sentenció -de buena o mala fe- sobre cómo somos en
realidad, la sombra de aquello en que quisimos vagamente convertirnos
pero que descartamos por audaz o costoso, la añoranza del paraíso
perdido, las mareas del humor del momento, la sumisión a
expectativas ajenas, las pesadillas y el rechinar de dientes...
En
el mismo caldero hierve el sentido de un deber inexcusable,
inveterado, difuso. Incapaces de distinguir a qué nos compromete
exactamente el hecho de estar vivos, saciamos esa sensación
acuciante con una sucesión vertiginosa y absurda de deberes
pequeños, tareas a las que nos encadenamos y que anteponemos a la
vida misma. Las apretujamos en el calendario y saturamos el devenir
de los días -obligaciones como sardinas enlatadas-, de manera que ya no
quepa en él ni la mirada al otro ni menos aún a uno mismo.
Si
las facultades humanas no pueden aspirar a elevarse por encima de
este revoltijo de entendimiento amortiguado, memoria intermitente y
voluntad a trompicones, ¿de qué habla el poeta
Yalal ad-Din Muhammad Rumi cuando escribe “Tienes
un deber que cumplir. / Haz cualquier cosa, muchas cosas, / ocupa
todo tu tiempo, y, sin embargo, / si no cumples tu deber, todo tu
tiempo / se habrá desperdiciado”? ¿A qué nos conmina? ¿Cómo
entender qué deber profundo y personal será ése que merece que le
consagremos nuestra existencia entera? ¿Cómo escuchar lo bastante
adentro, si ni siquiera diferenciamos el puerro de la chirivía, la
patata de la col, la cebolla del laurel, o el garbanzo del arroz en
esa agitada marmita interior?
Se
acercan días de profusión en los buenos propósitos. ¿Lo serán?
¿Benéficos y auténticos? ¿Oro que resista la dentellada más
escéptica? Sólo cuando lo sea la razón que nos mueva a adoptarlos,
el deber hondo que tratemos de cumplir con ellos. Lo demás es, en el
mejor de los casos, quincalla: indulgencia para consigo y pretextos
que suenan más o menos convincentes. En el peor, falsedad, mentira,
engaño deliberado, que todos -tan habituados ya a escamotearnos la
verdad a nosotros mismos- validamos con nuestro asentimiento.

¿Qué propones pues...?
ResponderEliminarQue cada quien busque su respuesta.
ResponderEliminarLa mía, tratar de resistirme a la inercia -externa o interna-.
Feliz Realidad.