Porque tengo vida
Deambular
por un bosque sin plano, indicaciones ni teléfono móvil, se le
parece mucho más a vivir que esta vida monitorizada que se nos
conmina a llevar. Oler qué dirección tomaremos al cabo de un
momento, notarla debajo de la piel. Escuchar los indicios de otras
vidas y las señales que damos de la nuestra. Detenerse a contemplar
adónde hemos llegado. Respirar hondo. Reemprender la marcha.
Encontrarse con alguien o algo inesperados. Entablar un diálogo,
aunque sea mudo. Aceptar que todo sea contingente. No enzarzarse con
lo inevitable: el tiempo, los senderos embarrados, los árboles
caídos en mitad del camino, rasguños o batacazos, la muerte.
Complacerse en el sencillo e inefable gozo de estar vivo.
El
plano empieza resultando tentador, luego se nos antoja prudente, y
acabamos creyéndolo irrenunciable. Asusta dar un paso sin que otros
nos adviertan hacia dónde los condujo esa vereda a ellos; hasta
querríamos que nos garantizasen que desembocaremos en ese mismo
punto, como si nada pudiese haber cambiado desde entonces, como si no
fuésemos distintos. Además, consultamos a cada momento el parecer
ajeno, le pedimos al mundo aprobación o aliento o consejo o consuelo
a través de esas maquinitas que son prodigios de la conectividad.
Caminar
cobra entonces sentidos extraños, indescifrables, perversos, que
sólo nos alarman cuando nos asalta la duda más acuciante: ¿por qué
vivir un día más o un siglo? Si usted se responde “porque es mi
obligación y esto es un valle de lágrimas y qué se le va a hacer y
qué dirán si no...”, sus planos y sus planes lo han apartado un
trecho de la vía.
Cada
quien tiene un porqué profundo, una razón que fluye y que quema
como lava en las entrañas de un volcán. Y ésa es su única
responsabilidad auténtica: abrir la ruta virgen que aún no existe y
nunca emergerá si no es bajo las pisadas de esos pies. Quien tiene
vida ya atesora la mayor riqueza; quien la dilapida para tener más es
un triste avaricioso que desatiende el oro y se desloma buscando por
el suelo virutas de hojalata.
Quien
tiene vida y anda su camino entona un canto amantísimo y libérrimo
que contagia compromiso y valentía y veneración hacia el milagro
laico de estar vivos.
Tanto en una nueva ciudad como en un paraje bucólico, siempre es bueno sacar los pies del plano que limita, permitirnos curiosidad y asombro. Lo mismo es con la vida que se llena con rutinas y costumbres, no vivimos del aire pero debemos ir trazando nuestros propios paisajes interiores. El pulso de la vida está en nosotros y sacarle jugo, vivir en plenitud es algo íntimo. Seguir las pautas impuestas y no separarnos ni un ápice de ellas, para ser aceptados, es el comienzo de la muerte.
ResponderEliminarBuena reflexión.Un saludo.
Muchas gracias por tu lectura y por tu bello comentario, María José.
ResponderEliminarDices bien: "El pulso de la vida está en nosotros".
Un abrazo.