joya, CHATARRA
elena escribe su nombre con minúscula, y me cuenta
que no lo hace a lo loco ni por pereza, sino tras haber meditado sobre qué
significa realmente un nombre propio y qué valor extraordinario o qué peso
específico le concedemos que justifiquen un trato de privilegio. Durante unos
días le doy vueltas al asunto.
También a mí a menudo me salta a los ojos la exuberancia tipográfica, rayana con el abuso, con que se adornan los ostentosos y los vanos: muchos Don y Doña, Insignes, Ilustres, Honorables, Excelentísimos y Etcéteras. Demasiados. Como una plaga, el afán de notabilidad se extiende bajo esta forma ingenua, y ya quién más, quién menos incluye mayúsculas de sobra en su tarjeta de visita. En cambio, elena se escribe a sí misma sin estridencias porque así es como se conduce y expresa en general. Su gesto coherente y sencillo aúna ética y estética. La suya es una minúscula filosófica.
Sin embargo, los signos gráficos –como todo signo– se pliegan a los usos y costumbres, e igual que no es oro cuanto reluce, tampoco es necesariamente humilde todo aquel que renuncia a las capitulares como si se apartase de tentaciones mundanas. La carta rubricada con Un Nombre Y Un Cargo Que Se Encadenan En Una Ristra De Palabras Con Mayúscula Inicial huele a chamusquina. No obstante, una minúscula solitaria y sin punto no garantiza nada. Corre mucho presuntuoso que firma como si el alfabeto le hubiese reservado esa letra a él y sólo a él, y con ella bastase para identificarlo.
A lo mejor porque he asistido a sucesiones vertiginosas de mayúsculas entre gente que lucía sortijas y collares, broches y brazaletes, gemelos de oro blanco y alfiler de corbata, cuando pienso en ellas se me aparecen dispuestas en el escaparate de una joyería. La A mayúscula, un colgante de obsidiana. La M, una horquilla de ámbar. La O, una perla aún dentro de su ostra. La Z y la W, filigranas de diamantes y rubíes engarzados en una celosía. La U, una diadema de zafiros. Vístalas cada quien, según su discreción o pavoneo.
En esa joyería no hay cursivas; ésas sólo se encuentran en mercerías, entre los encajes y los botones forrados. Las negritas, búsquenlas en ferreterías, al lado de la máquina que duplica las llaves. Y las versalitas, en las jugueterías, en el mostrador acristalado de las miniaturas. La minúscula, en cambio, esa letra nuestra de cada día, es de confección casera y consumo habitual. ¡Tan corriente que no parece prestarse a lujos ni alardes! Pero una joya auténtica vale más que un millón de abalorios de chatarra, por más que esa CHATARRA sea mayúscula.
También a mí a menudo me salta a los ojos la exuberancia tipográfica, rayana con el abuso, con que se adornan los ostentosos y los vanos: muchos Don y Doña, Insignes, Ilustres, Honorables, Excelentísimos y Etcéteras. Demasiados. Como una plaga, el afán de notabilidad se extiende bajo esta forma ingenua, y ya quién más, quién menos incluye mayúsculas de sobra en su tarjeta de visita. En cambio, elena se escribe a sí misma sin estridencias porque así es como se conduce y expresa en general. Su gesto coherente y sencillo aúna ética y estética. La suya es una minúscula filosófica.
Sin embargo, los signos gráficos –como todo signo– se pliegan a los usos y costumbres, e igual que no es oro cuanto reluce, tampoco es necesariamente humilde todo aquel que renuncia a las capitulares como si se apartase de tentaciones mundanas. La carta rubricada con Un Nombre Y Un Cargo Que Se Encadenan En Una Ristra De Palabras Con Mayúscula Inicial huele a chamusquina. No obstante, una minúscula solitaria y sin punto no garantiza nada. Corre mucho presuntuoso que firma como si el alfabeto le hubiese reservado esa letra a él y sólo a él, y con ella bastase para identificarlo.
A lo mejor porque he asistido a sucesiones vertiginosas de mayúsculas entre gente que lucía sortijas y collares, broches y brazaletes, gemelos de oro blanco y alfiler de corbata, cuando pienso en ellas se me aparecen dispuestas en el escaparate de una joyería. La A mayúscula, un colgante de obsidiana. La M, una horquilla de ámbar. La O, una perla aún dentro de su ostra. La Z y la W, filigranas de diamantes y rubíes engarzados en una celosía. La U, una diadema de zafiros. Vístalas cada quien, según su discreción o pavoneo.
En esa joyería no hay cursivas; ésas sólo se encuentran en mercerías, entre los encajes y los botones forrados. Las negritas, búsquenlas en ferreterías, al lado de la máquina que duplica las llaves. Y las versalitas, en las jugueterías, en el mostrador acristalado de las miniaturas. La minúscula, en cambio, esa letra nuestra de cada día, es de confección casera y consumo habitual. ¡Tan corriente que no parece prestarse a lujos ni alardes! Pero una joya auténtica vale más que un millón de abalorios de chatarra, por más que esa CHATARRA sea mayúscula.

casi se pueden tocar las negritas d la ferreteríay las cursivas d la mercería..qq visual,m encanta!
ResponderEliminargracias una vez más hermana :)
Gracias a ti. De corazón.
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