Ensayo sobre teatro (VIII): EXIGENCIAS Y RUIDO
A los intérpretes, el ejercicio actoral
les exige una exhaustiva capacidad de lectura, así como control corporal y
vocal. Les pide también sensibilidad, imaginación, observación. Y coraje para
exponerse físicamente a la mirada crítica de los espectadores.
Al autor, la escritura dramática le
impone una triple fidelidad: en primer lugar, a su idea original embrionaria
–esa intuición abstracta que abre la puerta de la expresión artística–; en
segundo lugar, a las necesidades formales del género, aceptando las alteraciones
que sufra el texto en su paso al papel. Hasta aquí, el dramaturgo se somete a
las servitudes de todo escritor. Pero él, además, debe fidelidad a la puesta en
escena. No me refiero aún a la observancia de
ciertas atenciones para con el potencial receptor, el público, no hablo todavía
de la preocupación por satisfacerlo. La palabra inventada para el teatro debe
ser representable; la dificultad radica en conseguirlo sin para ello hacer
concesiones –verbales, de estilo, de estructura, etcétera– que constriñan su
voluntad de excelencia.
Representabilidad: el término aún
no lo recogen los diccionarios, aunque es de uso común entre las cuatro paredes
de los creadores. Representabilidad:
calidad de representable. ¿Depende la representabilidad
de la naturaleza del material a representar o de la pericia del equipo que va a
interpretarlo? En la literatura dramática de Valle Inclán o de Sarah Kane –por
citar sólo dos ejemplos archiconocidos– abundan pasajes que se han tachado de
irrepresentables, acusados de un crimen inconcreto contra la teatralidad; no
obstante, esos fragmentos que parecían descabellados han propiciado momentos
escénicos impagables, fruto de la exploración de lo desconocido, de aquello que
uno no alcanza a comprender nunca del todo.
Cada creador teatral contrae con su tarea –y con las exigencias que comporta– un compromiso artístico. Pero en medio del ruido su cumplimiento se vuelve difícil, improbable. No sólo el exceso de
decibelios perjudica la creación, también el exceso de movimiento, de pensamiento, de compañía ajena
al acto creador. No digo que el artista deba vivir encerrado en la burbuja
estricta de su ámbito de creación, sino que necesita reservarle una parcela a
aquello que quiere hacer crecer. Cuanto mayor y más fértil sea, cuanta más
labor ponga en ella, cuanto más tiempo le dé para fructificar, cuanto más
atento esté al momento exacto de recolectar, mejor y más abundante será su
cosecha.
Imagínense un pequeño teatro
cuyos principales objetivos fuesen –pudiesen ser– estrictamente artísticos. Ni siquiera esos grandes objetivos que componen los idearios y los manifiestos, sino
los chiquititos, pues las empresas heroicas se conquistan día a día: hoy dos
páginas escritas y reescritas hasta la perfección provisional; mañana, un
monólogo sutil delicadamente interpretado; la semana que viene, el balanceo
evocador de una pieza musical introductoria y la traducción al inglés o al
sueco de una obra que presentamos en una sencilla lectura dramatizada hace tres
temporadas; de aquí a un mes, la publicación de un artículo a partir de las
notas de dirección del próximo espectáculo; dentro de tres meses, la última
semana de ensayos, las funciones previas, el estreno; después, temporada, gira
y vuelta a empezar... Objetivos concretos que se depositan suavemente, casi
inadvertidos, uno sobre otro, y que engrosan la capa creciente de las lecciones
y los logros, del aprendizaje y la puesta en práctica, de la experimentación y
las sucesivas obras de arte acabadas. Así discurre una trayectoria exitosa en
el pequeño teatro: el artista trabaja, a la vez, como cigarra aplicada y como
hormiga libre y dotada para la expresión.
Pero ya lo ven: se inmiscuyen en estas
mínimas tareas –vitales y acumulativas– otros objetivos sin importancia aunque
altamente urgentes: formularios, impresos, declaraciones, tributos,
justificaciones... Quienquiera que inventase el dinero y la burocracia debía de
carecer –qué duda cabe– de inquietudes artísticas. Con su admirable intento de
facilitar los intercambios, de agilizar los trámites de petición, concesión,
confesión, reclamación, etcétera, y de hacerlo sin menoscabo de la fiabilidad y
la equidad del proceso, aquella lumbrera inauguró la edad del ruido. Se volvió
imprescindible rellenar treinta papeles para optar a un simple «sí» o «no»,
sesenta para un «quizá», ciento ochenta para un bendito «va a poder trabajar
usted tranquilo una temporadita, pero no se nos vaya a hacer demasiadas
ilusiones: la miseria y el papeleo siempre están al acecho».
En tiempos como estos, se compadece uno
del infausto Fausto con pasión
inusitadamente vigorosa; tal vez le envidia el arrojo con que se lanzó en
brazos de Mefistófeles y aceptó la condenación sempiterna a cambio de la
satisfacción plena de los anhelos que el mundo sucio y torpe iba a negarle.
Continúa siendo sucio y torpe, el mundo, y además se ha vuelto abiertamente
hostil para con el teatro.
Inútilmente trato de remontarme a un
deseable e inexistente paraíso perdido donde podrían haber tenido cabida las
cosas delicadas que provienen del alma y que al alma retornan, la piel
aterciopelada y translúcida de los pétalos, la redondez mojada y cristalina de las
lágrimas. Desde que el hombre es hombre, las pasiones lo han bamboleado hasta
la náusea, lo han arrastrado por entre los zarzales, lo han hundido bajo las
aguas y lo han dejado allí, privado de aire, manoteando angustiosamente.
Mucho ha aprendido a lo largo de los
siglos el ser humano sobre estas ocultas dueñas de sí mismo; en este campo, la
aportación mayor –en cuanto a calibre y a profundidad, en cuanto a vastedad y a
vigencia– le corresponde al arte. Sin embargo, el hombre vive hoy ignorando sus
pasiones en carne viva y dejándolas sueltas, correteando en pos de una
satisfacción primaria, a merced del engranaje publicitario –más eficaz ahora
que nunca–. En la era de la renuncia a la responsabilidad, el hombre flota a la
deriva en un inacabable balance de beneficios, gastos, intereses e impuestos.
Son otros quienes deciden por él. Se abona el terreno para la competencia, la
prisa, la hiperproductividad. El pequeño
teatro, sepultado bajo la suela gigantesca del mercado, pervive al límite
de sus fuerzas y se empeña en hacerse oír con el hilito de voz que aún le
resta. Sus esperanzas actuales –que son las nuestras– parecen vanas, flacas,
irracionales.
No obstante, el teatro ha sobrevivido a grandes regímenes políticos, estructuras económicas, movimientos culturales o modas del entretenimiento. Uno tras otro, los ha visto pasar, ha asistido a su
surgimiento, a su consolidación, a su decadencia, a su desaparición. Y aunque
–incluso en épocas de florecimiento y esplendor dramáticos– el teatro haya
ocupado siempre una posición de debilidad respecto a todos ellos, la conciencia
de su propia vulnerabilidad lo ha fortalecido. En eterna inferioridad, el
teatro renuncia a batallar por una hegemonía a todas luces inalcanzable y
concentra su energía en depurar sus herramientas, en afilar sus armas
intelectuales y físicas para ponerlas al servicio de la idea y de su expresión
artística. Sabe bien que sólo a través de su propia plenitud estética y
conceptual, de su autenticidad, de la virtuosa concreción que lo universaliza
podrá mover montañas y soportar tempestades. El teatro se hace fuerte en su
entidad nuclear y así resiste «los golpes y los dardos de la ultrajante fortuna». Su capacidad de contribución al engrandecimiento intelectual, moral y
emocional del hombre todavía tiene cuerda para rato.
Nos disponemos, pues, a sostener
nuestro pequeño teatro para que no se
precipite por la pendiente súbita que se abre una vez más bajo sus pies
curtidos. Por convicción y por oficio, la única vía que conocemos para
rescatarlo de esta adversidad pasa precisamente por jugar más a fondo
la carta del acto teatral, este as en la manga aparentemente desgastado por el
uso pero que constituye, al fin y al cabo, nuestra carta más alta.

Leído queda, con atención y en voz bajita para no hacer mucho ruido.
ResponderEliminarGracias por la compañía y por el sigilo. Un abrazo.
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