Magro y las escritoras ágrafas (y VIII)
—¡A la
Estación Central! –impelió el comisario a su particular chófer, para quien había
bajado una fiambrera de hojuelas aún tibias.
Su
última oportunidad de frustrar el peligroso plan de Eduardo consistía en evitar a toda
costa que recuperase las cajas que habían depositado juntos en la consigna y
que Magro, hábilmente, había puesto al cuidado del camarero. De la discreción
de éste dependía que el escritor desistiese de su empeño vengador.
Pero ni
discreción ni pimientos de Padrón: cuando llegaron, el camarero combatía la hinchazón de un ojo
amoratado con un solomillo gallego. Como buen autor de
novela policiaca, al negro le había bastado sumar dos más dos para deducir que
encontraría los manuscritos que le faltaban en la misma estación, y un rápido
registro le había desvelado el escondite. La había emprendido a empellones con
todo el que se había interpuesto en su camino, y el camarero se había tomado su
misión más a pecho de lo que le hubiese convenido. Eduardo, ese hombre afable por
quien el detective había sentido simpatía a primera vista –algo que raramente
le pasaba–, debía estar acorralado, al límite de la desesperación, para liarse
a mamporros con cualquier inocente con tal de llevarse sus papeles. Magro endulzó el
incidente concediéndole a la involuntaria víctima una hojuela al mérito civil –que
escamoteó de la ración del ciclista, todo sea dicho–.
—¡Alma
cándida! ¡Cometerá el mayor error de su vida! ¡Y yo aquí, sabiéndolo y sin
poder remediarlo! –No se lamentaba el policía en balde porque, tras el numerito
de la mañana, ni un solo agente acudiría a su llamado.
—Pesen
las consecuencias del equívoco ajeno sobre quien conocía la gravedad de la
acción y no la detuvo –intervino el taxista–. O al menos eso dicen en mi
pueblo.
—Es
usted de gran ayuda –le espetó con la ironía amarga de la derrota.
—Podría
serlo –rebatió el otro–: decida usted lo que hay que hacer, y yo lo hago.
—¿Cómo
dice? –Magro no comprendía ni los motivos ni las implicaciones del
ofrecimiento.
—¡Que
me llamo Toño, que estoy hasta las narices de transportar turistas con la boca
abierta y que quiero ser su ayudante a las duras y a las maduras! –En el curso de
tan breve arenga había levantado en brazos al gordo comisario y lo había
acomodado en el asiento del pasajero–. ¿Por dónde seguimos, jefe?
—¿Sabes
nadar, Toño?
—¿Nadar,
dice? –Aquí soltó una risotada franca que llenó a Magro de confianza, la risa
de quien se come el mundo–. ¡Soy campeón provincial de triatlón, señor!
Conducido
en volandas por su inesperado recluta, el comisario se plantó en un periquete en
el Salón de Congresos, donde ya empezaba la suntuosa velada de entrega del
premio. Dio instrucciones a Toño y se colocó con naturalidad, como un vigilante
cualquiera, tras la mesa de las personalidades. Sólo se hablaba allí de asuntos
intrascendentes y olía a perfumes caros, arruinados en una mezcla
indistinguible. Los camareros que servían la cena eran primorosamente ignorados
por los asistentes, salvo cuando algún invitado les reclamaba a gritos que le
rellenasen la copa que había vaciado demasiado deprisa. En el centro de aquella
grandiosa sala principal, el magnate Pepe Natas había ordenado instalar una
réplica gigantesca de la Fontana di Trevi, que se encendería en atrevidos juegos de luces
cuando se emitiese el veredicto. Entrantes, primer plato, sorbete deconstruido,
segundo plato, digestivo esferificado y postre. Magro se había mantenido
estoico durante el extravagante banquete,
pero lo de aquella mousse de cinco chocolates sin chocolate era
criminal. Le susurró al maître:
–Soy
policía en acto de servicio. ¿Sería tan amable de conseguirme un bol de helado
de leche merengada?
Desconcertado,
éste asintió y salió hacia la cocina. Volvió al cabo con una copa esbelta que
rebosaba de horchata granizada, adornada con una ramita de canela; el comisario
la vació de un trago: a falta de pan, buenas son tortas.
Tal y como Magro había previsto, don Pepe y el presidente del jurado se pusieron en pie y avanzaron hasta el púlpito que se elevaba junto a la fuente. El presidente tomó la palabra con complacencia y algún eructo, y pronunció un discurso tan largo que agotó, por evaporación, hasta el café de los más rezagados. Como colofón, ebrio de vino, de copa y de poder, dictaminó:
–Por todo ello, el ilustre jurado ha
acordado de manera unánime que el Pepe Natas de este año sea concedido a la
novela –ya levantaba el culo de su silla la autora que iba a ser agraciada– Turno
de muerte de…
Con un
aullido, Eduardo asomó por un tragaluz del tejado:
–¡Yo he escrito Turno de muerte! ¡Lean, si no, el manuscrito! –Lo lanzó desde lo
alto y se deshojó en centenares de páginas sueltas, que se posaron en mesas,
regazos y moños–. ¡El libro premiado es
mío! ¡Mío! ¡No quiero su dinero! ¡No quiero sus aplausos! ¡He venido para que
me devuelvan mi nombre! ¡Me llamo Eduardo Gómez Bermejo y Turno de muerte es mi novela! ¡Tan mía como todas las demás! –Y fue
soltando a puñados, desencuadernadas, las hojas que componían el resto de los
tomos rescatados–. ¡Basta! ¡He dicho basta!
Entonces saltó desde el techo y se
zambulló en el agua iluminada. Llevaba una gabardina de sabueso de ficción con
los bolsillos llenos de mazacotes de metales diversos: todos y cada uno de los galardones
que sus obras habían ido conquistando sin él. El depósito, suficientemente
hondo para contener el golpe, también lo era para que Eduardo se ahogase sin
remedio. ¿Quién lo iba a salvar? ¿El torpón Magro? ¿Los insultados anfitriones?
¿Los confundidos asistentes –algunos todavía contrariados por no haber
ganado ellos mismos–?
Toño emergió como un portento de la
naturaleza, cargando con el escritor suicida, con la gabardina mojada y con los
chirimbolos cascabeleros. Siguiendo las órdenes del comisario,
desapareció con Eduardo y lo condujo a
un lugar seguro.
Resuelto, el detective se encaramó a la tarima y declaró:
–Ya han oído ustedes: el ganador es
Eduardo Gómez Bermejo por Turno de muerte.
Claro que, después de su aparatosa presentación en la sociedad literaria,
comprenderán que esta noche no está para más trotes. Así que tendrán que
esperar hasta mañana; yo mismo me ocuparé de que llegue sano y salvo a una
rueda de prensa más que conveniente, en la que restaurar su nombre y depurar
responsabilidades. Más de un fraude se ha cometido en esta casa editorial, me
temo… Les dejo. Lean, lean los manuscritos y digieran como puedan tanto
ajetreo. –Se disponía a abandonar el pedestal cuando cayó en la cuenta–: ¡Ay,
olvidaba una fea cuestión! Debo detenerle, señor Natas, por el asesinato
reiterado de veinte jóvenes medio desnudas. Yo sólo he presenciado hoy el
lamentable suceso, pero Eduardo nos aclarará cuántas veces más las ha visto
morir. ¿Cómo un hombre de apellido tan cremoso puede ser capaz de tanta maldad? ¿Se lo
explica usted? ¿Que no sabe de quiénes le hablo? ¡Las musas, don Pepe, las musas! Queda arrestado por el homicidio sádico e interesado de las santas musas.
las musas renacieron de tus barbas pertejas.....:))
ResponderEliminarBichas malas nunca mueren, y ¡menudas bicharracas están hechas las musas -tan fértiles y resistentes-! ¡Por fortuna!
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