Magro y las escritoras ágrafas (VI)

En la caseta de información turística más próxima, el comisario se agenció un plano de la ciudad. Zanjó de un plumazo la solicitud de la joven que se lo había entregado y que se aprestaba a señalar con círculos rojos los lugares con encanto.
—Le prohíbo que lo ensucie: se trata de un documento de interés policial.
Atónita, mantuvo espontáneamente las manos en alto hasta que Julio Magro se hubo alejado y doblado la esquina.
El policía se dirigió a la terraza de una cafetería de postín. Extendió su plano encima de una de las mesas metálicas.
—¿Qué tomará el señor?
—Arroz con leche. ¿Tienen?
—Por supuesto.
—Pues tráigame una ración generosa, que vengo desfallecido.
—Enseguida, caballero.
El camarero, con aires de mayordomo británico impecablemente vestido, se dirigió parsimonioso a la cocina riéndose en silencio y con suficiencia de ese cliente cateto. Mientras, Magro procedió a marcar con cruces los domicilios de las supuestas autoras a quienes Eduardo escribía en realidad los libros. Después, ató el cordel de su zapato al lapicero romo y trazó con ellos un círculo con centro preciso en el lugar donde se encontraba. El dibujo abarcaba todas las cruces. Devolvió el cordón a su sitio y se organizó la batida por cuadrantes. Debía recorrer todas esas casas, recoger los papeles de la estación y regresar a tiempo al cercano Salón de Congresos, donde se celebraría la entrega de los premios. Aunque era reacio a las prácticas policiales de despacho, de compás, escuadra y cartabón, de coordinación de horarios y sincronización de relojes –“¡Demasiadas películas malas!”, se decía–, sabía que en este caso concreto la planificación jugaba un papel decisivo si quería evitar la consumación del peor de los crímenes. De la tragedia de Eduardo.
Así que se zampó el tazón en cuatro cucharadas, pagó sin dejar propina y detuvo un ciclotaxi.
—¿Puedo contratar sus servicios por toda la tarde, quizá hasta entrada la noche?
—¿Qué quiere visitar?
—Estos lugares –y le mostró los garabatos en el plano.
—Muchos sitios son esos.
—Muchos. Y cuesta arriba. Advierta además que no soy un cliente ligero, póngame, por redondear, noventa quilos. Si cree que no va a poder…
—¿Que no voy a poder? ¿Quiere subir de una vez, que nos está retrasando?
El vehículo de colores chillones avanzó raudo por el carril-bici, que a esa hora era el único carril despejado. Magro releyó la lista: “¿Esta escritora es un fraude? ¿Y ésta también?”. No sabía si lo que le sorprendía más era el engaño, su magnitud o la falta de necesidad: “¿Por qué demonios la editorial no podría haber publicado esos mismos libros con la firma del verdadero autor?”. En ese preciso momento, el jefe de homicidios debía estar excusándose con inclinaciones de cabeza y genuflexiones ante el Consejero de Letras Mayores, que aunque estaría más que enterado de que su hija no sabía escribir la reivindicaba y promocionaba sin rubor. La idea le repugnó.
Debía salvar a Eduardo. Debía hacer justicia.

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