Salgo
de casa inquieta en mi primer día de curso, como una niña.
Me
subo al autobús y dejamos atrás prados con pilas de troncos talados y pelados –gigantescos
espárragos– y manadas de vacas pacientes que se apacientan.
Pueblos
más abajo, nos detenemos en una parada donde se sientan tres chicos que miran
al frente como tres viejos. No esperan el autobús, sencillamente aprovechan la
sombra de la marquesina y ven discurrir los coches y la gente por esa calle
principal. Un camión con todos los intermitentes encendidos obstruye el carril
en el polígono industrial, pero nuestro mastodonte motorizado trepa al bordillo
sin inmutarse y sigue su camino. En el breve tramo de autopista que recorremos
los vehículos ruedan y se entrecruzan espiritados como bolitas de una máquina
del millón.
No
llevamos más de cinco minutos en la ciudad cuando el tráfico se encasquilla en
un semáforo en verde: una mujer con el casco puesto yace, magullada, en un
cruce concurrido; el ciclomotor, a unos metros de su cuerpo. La parapetan
peatones agitados y coches quietos. El conductor que la ha arrollado está
aturdido, mudo y con las manos en la cabeza.
Cuatro
señoritas, elegantes y coquetas, caminan acaparando la acera ancha. Fuman. Las mujeres
con complejo de guapas –acostumbradas como están a que los hombres se aparten a
su paso, que les abran las puertas, les acerquen los asientos y se deshagan, al
fin, en galanterías sin número– creen en el fondo de su alma que los niños que
salen del colegio, las personas en silla de ruedas, los viejitos con carro de
la compra, los paseantes y los repartidores les deben la misma pleitesía. Que
hasta el cáncer de pulmón hará con ellas una excepción comprensiva y cómplice.
Como
con R. Hablamos y nos reímos mucho. Le cuento cómo de pequeña me chincharon con
que me pretendía un compañerito de la escuela y yo me desentendí del asunto
alegando que de mayor iba a ser monja. “¡Antes monja que herir sus sentimientos!” sentencia ella, y tiene más razón que una santa.
Luego empieza la clase. Producción. Maravillosa. Donde era de temer una ristra de
números rotundos y de afilados argumentos empresariales despegados de la
realidad –pequeña, prosaica– del teatro, encuentro un remanso de experiencia,
de sensibilidad y de determinación para sacar adelante cada proyecto. Vuelvo a
casa, feliz.
Y he
aquí que mi lento regreso en autobús –abarrotado y perezoso, sin autopista esta
vez– va acompañado por el relato compungido de la joven que ocupa el asiento de
al lado. Habla por teléfono y no sé cómo podría no escucharla. Ha muerto su
abuelo, su abuela vive sola y su primo se ha ofrecido a mudarse a la casa para
hacerle compañía. El problema es que lo seguirá su novia, que es educada, dulce
y muy limpia, pero que dormirá con él en la cama del abuelo. Y que duerman,
todavía. Lo peor es que mantendrán relaciones sexuales en la cama que aún huele
al abuelo, en la que durmió hasta hace un mes, en la que agonizó.
Ella
desciende. Yo continúo. Paseo la mirada por los demás pasajeros y sorprendo a
una chica que se hurga la nariz. Lo curioso es que yo bostezaba sin disimulo y
ella también me miraba. Ambas nos echamos a reír, de punta a punta del
vehículo.
Vivo
al final de la línea y el autobús sigue vaciándose a bocanadas de gente. En la
localidad anterior, a pocos kilómetros de casa, nos detiene una fila de conos
naranjas: la calle está cortada. Un trabajador municipal metódico y tozudo ha
encintado dos pasos de peatones y, aunque no ha empezado a pintarlos, se niega
en redondo a dejarnos pasar. La calle alternativa es demasiado estrecha. El
conductor avisa a su empresa, que avisa a la patrulla de la policía local, que se
persona en el lugar de los hechos. La gran ventana, como una pantalla
cinematográfica, me muestra sin voz cómo los agentes inspeccionan la situación
con las manos en el cinto, cómo indican al conductor que van a abrirle paso con
la sirena encendida por la callejuela de la izquierda –que es de dirección
prohibida– y cómo atajan las protestas del hombre de que por allí no se cabe
explicándole ellos mismos con condescendencia cómo se conduce un autobús. Los
viajeros nos dividimos silenciosamente en dos bandos: los indignados y los
divertidos. Yo sonrío. Por allí no se cabe. El pintor, tan campante, ha
empezado a embadurnar de pintura blanca el suelo.
Peligran
los postes de las señales, los coches aparcados, los bordillos, las farolas.
Peligran los retrovisores y la carrocería del autobús. Peligramos los pasajeros
y el conductor, aunque eso prefiero no pensarlo. Vamos a parar a una carretera
que cortan para que nuestra mole con ruedas maniobre en un giro que parece
imposible. Ni uno de los demás viajeros, todos hombres bragados, cae en la
desfachatez o la frivolidad de espetar un “¡Sigue, sigue, que cabes!” o un “¡No,
hombre, no! ¡Para, para!”. Callan. Callamos.
Pacientemente,
el conductor nos saca de ese atolladero en que nos han metido un corte de calle
absurdo a una hora de la noche en la que siguen circulando autobuses; una
absoluta falta de previsión y de comunicación entre ayuntamiento y empresa, que
a los pasajeros no nos atañe pero que nos perjudica; un desplante
injustificado del pintorzuelo, que teme que le despeguen el borde de una cinta
o que su hipotética generosidad cediendo el paso sirva de precedente; una
arrogancia imprudente de los agentes, que desoyen las reservas del conductor. A
él le agradecemos que no se haya hecho el remolón, que no se haya desentendido
de nosotros y que nos haya traído hasta casa, que no haya sumado su propia pequeñez
y su egoísmo a todos los anteriores. No se infla. En cambio, nos agradece que
no la hayamos tomado con él.
Entro
en casa. En el televisor, un jugador vestido de azul se cuelga del brazo de
otro que va de blanco y verde, y se tira al suelo arrastrándolo. Un supuesto
juez vestido de negro concede penalti a favor del equipo del agresor que se
finge agredido. Y las normas del juego son ridículas, porque aunque desde el principio
a nadie se le escapa que su decisión ha sido injusta, lo que se pita en el
césped es irrevocable. Pero más ridículo aún es que la discusión acabe centrada
únicamente en si el árbitro arbitró con indignidad. De eso no cabe duda. Lo que pasa es que aún mayor
es la indignidad del jugador de azul, que atropella, que engaña, que miente
después, que defiende una actuación injustificable y que sale impune de su
agravio. Tanto como la del equipo que saca provecho de esa ventaja inmerecida,
obtenida en vez del castigo pertinente.
Hoy
nada me enfada. No pierdo la sonrisa. El mundo me parece incomprensiblemente bonito
y feo al mismo tiempo, y por un día me conformo con mirarlo.
esas miradas neutrales,q reconfortantes son a veces.....
ResponderEliminarMirada ecuánime y apacible que me embarga en los solsticios, en los equinoccios y en los días radiantes de los meses impares.
ResponderEliminarjustamente la q me embriaga a mi hoy, preciosa e inesperada lumbre de la paz interior proyectada en las pupilas :)
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