El contrato indefinido
Hubo un
tiempo en que la gente llegaba a su casa gritando "¡Me han hecho
fijo!", y se desataba el jolgorio familiar, y hasta se invitaba a los
vecinos a brindar con vino con gaseosa. Un trabajo fijo era a la economía
doméstica lo que una bula papal a la salvación del espíritu. Sin embargo,
lo que el afortunado celebraba como la consecución de un empleo permanentemente
asegurado no era sino un contrato indefinido. De duración indeterminada. De
final incierto.
Hace ya mucho de todo eso. Hoy la gente brinda con agua del grifo por cada día que pasa sin que lo despidan, y lo hace discretamente, para no despertar la envidia de los parados de su escalera. En unos pocos años se ha hecho evidente que indefinido no significa fijo y que nada es infinito, salvo el universo.
Nos resistimos a la mutabilidad, nos asusta la recurrencia del cambio. En vano nos oponemos a la transformación. Jamás sabremos a ciencia cierta cuándo va a producirse. Cuándo va a concluir un ciclo que creíamos que iba a prolongarse de por vida. Cuándo va a cesar lo que parecía que duraría siempre.
De niños aprendimos a cuantificar el tiempo: el número de segundos en un minuto, de minutos en una hora, de horas en un día, de días en una semana... Aprendimos a agrupar los plazos: un curso escolar completo por año, seis cursos hasta cambiar de colegio, seis más hasta la universidad... Pero esta sucesión de etapas predeterminadas, aunque útil, era algo completamente artificial, convencional, relativo. La vida lo demuestra a cada paso.
La vida no se deja contener por lindes ni cercas. Nunca sabemos, mientras lo damos, si un paso va a ser el decisivo. No nos es dado ver con exactitud el instante preciso en el que empiezan las cosas más importantes. ¿Cómo pretender, entonces, anticipar el principio del fin de cada una de ellas? Empiezan y se acaban. Y allí estamos nosotros, voluntariosos o impotentes.
Aun así, el final de un asunto de término indefinido nos deja el sabor amargo de la duda. Nadie nos asegura que llegue en el momento más oportuno, que no hubiese debido quedar zanjado una década atrás, que no pudiese dilatarse todavía otro lustro… Uno nota dentro el olor a podrido de las cosas que se han arrastrado demasiado y se debate entre respirarlo resignadamente o sacar la basura de una vez por todas.
Contra la amargura de las cosas abruptamente sesgadas, agotadas, perdidas, brindemos con champán. La vida merece una fiesta entusiasta y ya iba siendo hora de aprender que los contratos fijos no existen.
Hace ya mucho de todo eso. Hoy la gente brinda con agua del grifo por cada día que pasa sin que lo despidan, y lo hace discretamente, para no despertar la envidia de los parados de su escalera. En unos pocos años se ha hecho evidente que indefinido no significa fijo y que nada es infinito, salvo el universo.
Nos resistimos a la mutabilidad, nos asusta la recurrencia del cambio. En vano nos oponemos a la transformación. Jamás sabremos a ciencia cierta cuándo va a producirse. Cuándo va a concluir un ciclo que creíamos que iba a prolongarse de por vida. Cuándo va a cesar lo que parecía que duraría siempre.
De niños aprendimos a cuantificar el tiempo: el número de segundos en un minuto, de minutos en una hora, de horas en un día, de días en una semana... Aprendimos a agrupar los plazos: un curso escolar completo por año, seis cursos hasta cambiar de colegio, seis más hasta la universidad... Pero esta sucesión de etapas predeterminadas, aunque útil, era algo completamente artificial, convencional, relativo. La vida lo demuestra a cada paso.
La vida no se deja contener por lindes ni cercas. Nunca sabemos, mientras lo damos, si un paso va a ser el decisivo. No nos es dado ver con exactitud el instante preciso en el que empiezan las cosas más importantes. ¿Cómo pretender, entonces, anticipar el principio del fin de cada una de ellas? Empiezan y se acaban. Y allí estamos nosotros, voluntariosos o impotentes.
Aun así, el final de un asunto de término indefinido nos deja el sabor amargo de la duda. Nadie nos asegura que llegue en el momento más oportuno, que no hubiese debido quedar zanjado una década atrás, que no pudiese dilatarse todavía otro lustro… Uno nota dentro el olor a podrido de las cosas que se han arrastrado demasiado y se debate entre respirarlo resignadamente o sacar la basura de una vez por todas.
Contra la amargura de las cosas abruptamente sesgadas, agotadas, perdidas, brindemos con champán. La vida merece una fiesta entusiasta y ya iba siendo hora de aprender que los contratos fijos no existen.

Sí, incluso este blog es indefinido, cada una de nuestras lecturas única e irrepetible y a nosotros mismos nadie nos puede fijar fecha de caducidad ¡Qué buen motivo para brindar!
ResponderEliminarMe ha encantado, Pepa.
¡Qué alegría encontrarte al pie de esta entrada!
ResponderEliminar¡Brindemos, brindemos! Por lo indefinido, por lo excepcional, por la escritura y por la lectura...
Gracias, Eduardo.
por lo imprevisible tambien,dure lo que dure..besitos
ResponderEliminarelena