Pan, sal y huevos

I
Cuando de niños mi hermano y yo nos deshacíamos en mimos y efusión hacia mi padre, con la esperanza –que creíamos disimular hábilmente– de obtener a cambio algún provecho, él canturreaba burlón: “Este huevo quiere sal”.

Sal quieren, en cantidades industriales, los políticos en campaña. [Escribo desde un pueblo de Barcelona y la proximidad del 25-N apabulla.] Nos agasajan y abruman, desplegando sólo para nuestro deleite sus mejores prendas. Y a nosotros, ingenuos cual muchachitas núbiles, nos tienta creer a pie juntillas las nobles intenciones del sacrificado candidato por el que sentimos cierta predilección. Porque en estos días acabamos votando al político según la buena voluntad que le suponemos, y asumimos de antemano que nada podrá hacer para transformar esta realidad férrea –maciza, inquebrantable, aplastante–.

Buscamos el consuelo en las viñetas de El Roto, clarividentes retratos diarios del desastre, que nos libran de enloquecer.



O sonreímos amargamente intercambiando en las redes sociales comentarios tragicómicos que evidencian el absurdo, la mentira y la monstruosidad de una situación asfixiante que cobra visos de seguir agravándose, quizá de perpetuarse. 

Y salimos a la calle en clamor rotundo y multitudinario el día de la huelga general, aunque para los medios ortodoxos –los de los despidos masivos y la información sesgada, amasada, coloreada– esa manifestación carece de relevancia, no es más que la pataleta sindical periódica. Y para los medios ortodoxos de Cataluña, la marcha del 14-N no le llega ni a la suela del zapato a la otra, la histórica, la del 11-S: ésa sí que fue una demostración de fuerza, una prueba irrefutable del avance digno e imparable hacia la independencia; pero se callan que estuvo promovida, alentada y retuiteada por las instituciones oficiales y sus representantes, y retransmitida en directo con emoción.

El 14-N fue un grito reiterado y unánime de auxilio. Un grito necesariamente furioso, porque siempre ha cabreado tener que reclamar lo obvio, tener que suplicar por lo que a uno le corresponde justamente. Lo canta Ovidi Montllor.





Nos falta el pan. Mientras tanto, nos van pidiendo sal con amabilidad cuatrienal los gobernantes –sin desesperación, no como quien ruega que le prorroguen el subsidio de desempleo–, y admiten por adelantado su completa incapacidad para poner el menor orden en este berenjenal. Por más que cunda el hambre, ellos se entretienen en las cuestiones decorativas: han convertido la independencia –profundamente anhelada por algunos hombres y mujeres durante años– en trending topic y han reducido el debate a quién será el titular último de este secarral.


II
Nos falta el pan y buscamos el modo de sacar la cabeza del hoyo. En el tren que viene de Sant Celoni un joven amable de sonrisa franca vende pan artesano. Lo transporta en un hondo cesto de mimbre y lo ofrece con cordialidad y respeto. Se dirige a cada pasajero sin atosigarlo y le muestra su pan recién hecho. No ignora que su iniciativa comercial de subsistencia puede extrañar a muchos pasajeros, y tiene paciencia exhibiendo su género que huele que alimenta. ¿Quién, una vez superada la sorpresa inicial, no preferirá agenciarse un pan auténtico en el viaje de vuelta hacia su casa a comprarlo a toda prisa en un supermercado a punto de cerrar o en la gasolinera de la esquina? Necesitamos modelos nuevos, y no hipotéticos, sino prácticos.

Sobre esas posibilidades de cambio verdadero, progresivas, accesibles, reflexiona Arcadi Oliveres en el libro Un altre món. Su lectura nos dota de herramientas para ser consecuentes. Consecuentes con nuestras acciones, tengan el alcance o la repercusión que tengan. Consecuentes con nuestro voto. Consecuentes con nuestro dinero –escaso, cotidiano, y aun así fuente de réditos para los banqueros–.

El día de la huelga general ocupamos las calles vespertinas de noviembre. No respondemos a la llamada de los sindicatos mayoritarios, sino al aullido de la miseria que se extiende y nos arrastra. “Esta huelga la convocamos nosotros”, escribe Cristina Fallaràs, y está en lo cierto. Somos apenas unos pocos cientos de miles –o miles, o cientos, depende de quién eche la cuenta–. Unos pocos cientos de miles –o miles, o cientos– en Barcelona. Y unos pocos más en otras ciudades de Cataluña, donde la borrachera independentista no ha conseguido ahogar la lucidez hambrienta. Y más en el resto de ciudades de España. Y de Europa. Y resulta que entre todos sumamos una masa, que dice el diccionario que es un “gran conjunto de gente que por su número puede influir en la marcha de los acontecimientos”. ¿Podemos influir? ¿Cómo? ¿Cómo?

Tomándonos la molestia de sacar nuestro dinero de los bancos que desahucian y oprimen, y llevándolo a otros que no vayan a invertirlo en negocios que nos repugnen. Trascendiendo la vistosidad de los carteles de propaganda electoral y la sonoridad de las arengas políticas, y concediendo nuestro voto a quienes demuestren interesarse en la verdadera vida, la de todos.

El tiempo de la ingenuidad consentidora debe tocar a su fin. Ese callar y otorgar sin convicción, la consabida resignación que refunfuña, nos conducen a una indulgencia ponzoñosa, a una negligencia de funesto desenlace. A las muchachitas núbiles que daban crédito a las galanterías del engañador, de poco les servía llorar después, preñadas y solas. No nos lamentemos luego de tener que criar al hijo bastardo sin pan, sin sal, sin huevos.


"Navidad y Huelga". Foto de Salva Artesero

Comentarios

  1. tiene huevos la cosa... y el comentario se me haría largo y ya es muy de noche; pero gracias, pepa, una vez más, por seguir manteniendo este faro.

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  2. Aquí estaremos mientras nos queden cerillas, Eva.

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