Vigilia onírica
La tienda es antigua, solemne, y
en la penumbra se multiplican las estanterías de madera de caoba que recubren
paredes que parecen no acabar nunca, y los mostradores sencillos como mesas auxiliares
de patas esbeltas con tableros inexplicablemente largos, largos, largos… En un
estrado central coronado por una verjita dorada, el cobrador permanece sentado,
como los cajeros de los bancos norteamericanos de cuando Bonnie y Clyde. El
dependiente desenrolla gigantescas bobinas de tela encima de los mostradores,
mide las piezas con su vara métrica y corta con pericia, ya sea en zigzag, en
ondas o a mordiscos. El cobrador mantiene una conversación telefónica sobre
fútbol y anota a mano los resultados de la jornada en un libro de contabilidad
ajado. El dependiente pliega los inmensos retales por la mitad una y otra vez
hasta reducirlos al tamaño de una caja de cerillas. El cobrador decide no cobrarles
‒“Un
día es un día, se lo rogamos, invita la casa”‒ y el dependiente se despide solícito de los clientes con
una graciosa reverencia. De fondo, una emisora ruidosa y publicitaria tiñe la
escena de anacronismo.
De regreso a casa, en el tren
vespertino, se acomodan en los dos asientos vacíos de un compartimento de
cuatro plazas. La plática de los otros ocupantes es íntima. Uno le confía al
otro problemas que no deberían ser oídos por desconocidos. El que escucha,
asiente comprensivo. Por respeto a la privacidad ajena, los recién llegados
despliegan las piezas de tela y se cubren pudorosamente con ellas, convirtiéndose
en fantasmas estampados y con demasiado apresto. El que habla, llora a moco
tendido y en algún momento toma sin disimulo una punta de la tela que abriga las
rodillas de los tapados y se suena los mocos. El que escucha, por fin, le
advierte: “Su parada es la próxima, señor”. El llorón saca dos billetes de la
cartera y se los entrega: “Gracias, amigo. Hasta mañana”. El que escuchaba
guarda el dinero y se cuelga del cuello un letrero que hasta entonces reposaba,
vuelto del revés, sobre sus piernas: “Psicólogo ferroviario. Con o sin cita
previa. Tarifas según día de la semana, o según origen y destino del viajero”.
Desde la ventana del comedor
ven el camino que lleva al faro. Hará cosa de un año al farero le dio por
aficionarse a la lectura y ya nada ha vuelto a ser lo mismo. Él dice que los
libros lo acompañan, que le hacen cortas las horas en las noches
climatológicamente plácidas; y dice que, además, el recuerdo de los héroes de
los libros lo alienta en las noches tempestuosas en que vidas y muertes
dependen de la luz de su faro, como si pudiese compartir con ellos la carga de
la responsabilidad. El caso es que, desde que lee, le ha dado también por
escribir. Pero como de letras sabe más bien poco, escribe con la luz. Cubre la
enorme lámpara con telas de colores ‒como las que hoy ellos le han traído por encargo‒ y traza con movimientos ágiles arabescos en el cielo. Los barcos que
pasan se detienen a contemplar los ininteligibles haces de luz cambiante –roja,
azul, blanca, verde…‒. En la proa, capitán y
tripulantes sonríen de nostalgia.
¡¡¡Gracias guapísima!!!
ResponderEliminar¡Es un farero feliz!
Pues en estos tiempos la felicidad tiene más mérito que nunca. ¡Enhorabuena, farero!
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