Las amigas dormidas

Durante mucho tiempo me han dolido en el alma –como astillitas clavadas por accidente o como agujas invisibles dispuestas por un acupuntor con mala leche– las amigas perdidas.

Empezaron a acumulárseme desde bien temprano, desde nuestros primeros cambios de domicilio, siendo todavía niña. Y la pena por los lazos que languidecían a pasos agigantados con la distancia empañaba a mis ojos el brillo de los ojos de las amigas nuevas. Mis amigas más queridas lo han sido sólo tras un largo barbecho y arado y siembra y lluvia y sol. Cuando ambas hemos tenido el tiempo y la paciencia necesarios, ha brotado primero tierna y luego rotunda una amistad con grandes hojas, con flores coloridas y diversas, con jugosos frutos de lo más dulce.

A ratos, hubiese llorado por M. –la primera amiga, abandonada en Pinseque con apenas siete años–, por S. –la amiga que adoré hasta, tal vez, cumplir los once–, por A.B. y por L. –las amigas que temo que no lo fueran, pues la una me quiso más de lo que yo la quise, y la otra se quiso más de lo que quiso a nadie–, por N. –cuya pista aún reaparece muy de vez en cuando–, por C. –la amiga de más largo recorrido, con quien apenas hablo y a la que veo todavía menos, pero con quien comparto adolescencia y acaso juventud completas–, por O., por mi querida O. –de quien años, distancia, torpeza y obligaciones me han alejado tanto–, por B. –a quien nunca llegué a leerle el pensamiento–, por L. –a la que creí amiga y que quizá lo fue–… Pero siempre que se ha apoderado de mí esa nostalgia teñida de lástima o de culpa o de reproche, me la he sacudido de encima de un manotazo aduciendo que la vida es corta y el pasado, pesado.


Por dos poderosos motivos cambio hoy de opinión y me decido a rendir a las amigas lejanas este tributo que siento que merecían.

El primero: una fascinante visita a la maravillosa exposición «Maleta, farcell, arpillera (històries de migracions)», programada dentro del ciclo Nòmades y que puede verse hasta el 29 de marzo en el Centre Ateneu Democràtic i Progressista de Caldes de Montbui. La contemplación de aquellas arpilleras –que concentran la emoción, la dedicación, la memoria, la denuncia, la reivindicación, el deseo de tantas mujeres– ha alumbrado en mi cabeza una imagen propia, la de mi arpillera fundacional. En ella hay un corro de niñas sentadas con los ojos cerrados. Algunas, las amigas antiguas, duermen. Están aquí, pero sólo en sus sueños y en los míos. Otras tienen tras de sí un zapato, la señal que anuncia que enseguida abrirán los ojos y echarán a correr, risueñas, en un entusiasta juego compartido.

El segundo: la feliz cercanía y el cariño palpable y generoso que vienen prodigándome en las últimas semanas, como un concentrado vitamínico, las amigas presentes: Eva, Maite, Meri y Neus, gracias por vuestro amor manifiesto que disuelve en alegría y afecto las astillitas y las agujas ignoradas durante años. Y gracias a las amigas dormidas por su amor de entonces.

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