Carnaval ingenuo

Hoy todos los pequeños van pintarrajeados, vestidos de colores, coronados con cartulinas con forma de frutas, de flores, de cabezas de animales. Visten disfraces políticamente correctos, disfraces concebidos y confeccionados por adultos, disfraces severamente despojados de crueldad, burocráticos, carentes de los peligros que conlleva la magia. Si fueran disfraces inventados por los propios niños, no serían tan simétricos ni simples. Tenderían más bien al abigarramiento, a la yuxtaposición absurda de elementos extraños que adquirirían al juntarse un significado indescifrable.

Entre estos disfracitos modosos escogidos por los papás henchidos de orgullo y los vestiditos dominicales con cintas y botones con que se conjunta a todos los hermanos de una misma familia, no media tanta distancia. En ambos casos lo que aparece bajo los ropajes son niños monos y obedientes, condenados a ser como los mayores los quieren.

El disfraz verdadero -tan auténtico como sólo lo pueden ser los fingimientos- descubriría al niño salvaje, al ser desconocido que habita en su interior, a su yo arquetípico o el mosaico desencajado que expresaría la compleja combinación de pensamiento, emoción y deseo incontenibles que es un niño.