Los que meriendan pan seco

Escribo: «En la cafetería de la estación de tren de Barcelona, una mujer de unos cuarenta años pide un café con leche y se sirve un panecillo del bufé. Lo escoge concienzudamente tras echar un vistazo a pastas y dulces; son demasiado caros. En los establecimientos de la cadena verde que monopoliza la restauración de toda infraestructura pública o concertada vinculada al transporte –aeropuertos, autopistas, estaciones–, no hay plato, refrigerio o bebida que no valga un riñón».

Ella se mostraba modosa y torpe, como si se sintiese desorientada o indecisa. Se sentó de espaldas a mí, así que no puedo decirles si mojó el panecillo en el café con leche. Espero con toda mi alma que lo hiciese: a bote pronto no se me ocurre nada más triste para merendar que un pedazo ridículo de pan precocido ultracongelado horneado horas atrás. Parecía la clase de persona humilde en quien nadie repararía en mitad de una multitud ni de un grupo; alguien a quien se olvida incluso teniéndolo delante. Era una mujer a medio desinflar, recogida en su silencio, sola. Se había sentado en una silla junto a la esquina de una mesa para seis desierta y su presencia allí, arrinconada sin necesidad, componía una pintura urbana del desamparo.

«Se enjuga los labios con un gesto muy lento, usando una servilleta esmirriada que le ha escupido el servilletero: áspera y sobreimpresionada con logotipos verdes mayores que una boca hambrienta. Luego se pone en pie, se desembaraza trabajosamente de la silla y retira la bandeja gris, con su platito y su tacita donde no quedan ni una miga ni una gota. Después sale, vacilante, como si dudara incluso de cuál es el mejor modo de llegar hasta la puerta. A fuerza de ser ella invisible, ha dejado a su vez de ver a los que pasan a su lado. No topa con nadie, no, no es eso, pero se diría que en su interior no es ya capaz de distinguir mesas y hombres: unos y otros son, como ella misma, bultos.»

Daban ganas de perseguirla, de abrazarla, de regalarle el paquetito de galletas envasadas que traía de casa –tampoco puedo yo permitirme esas pastas y esos dulces, ni me da la gana pagar por algo lo que no vale, ¡qué narices!–.

«Dan ganas de sonreírle, de mirarla a los ojos, de susurrarle: “Existes. Existimos. Mírate. Míranos. Existe el ser humano, aun cuando encima no lleve ni un real”. Esquivando maletas como una sonámbula, alcanza la puerta de salida y desaparece. ¿Existimos? Con los ojos húmedos, pienso en Blas de Otero: tampoco yo “sé cómo decirlo, dan ganas de acabar de una vez”.»

Comentarios

  1. qué precioso texto y qué emocionante. un beso

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  2. ¡Qué feliz me hace haberte emocionado, cuando tus textos me emocionan cada vez, Eva!

    Un abrazo fervoroso, peregrina independiente de la JMJ.

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