Acogedora ausencia
Envidia a menudo a las mujeres jóvenes que viven todavía a un tiro de piedra de las casas donde crecieron. No a las que saludan a sus madres de ventana a ventana por el patio de luces; tampoco a las que sorprenden habitualmente a sus padres desplegando sus habilidades para el bricolaje bajo la mirada estupefacta del joven marido en sus propios comedores de alquiler. Envidia a las otras, a las que se plantan cuando les apetece en casa de sus padres para darles besos, ajustarles la hora del vídeo o llevarse kilo y medio de tomates.
Pero hoy no envidia a nadie. Hoy es ella la mujer joven más afortunada sobre la faz de la tierra. No ve a su madre a través de una ventana, ni a su padre armado con la taladradora, ni a su marido atónito. Hoy ha vuelto a la casa lejana de sus padres para pasar juntos –los dos, su hermano, ella y su joven marido– unas semanas.
Cuando se miran, como en un maravilloso juego de espejos, ven unos en los otros a las personas que son, a las que fueron y a las que quizá serán mañana. Sin decir nada ven también los recuerdos de los años dorados y los huesos rotos –tan soldados que quién diría ya que se quebraron–. Se les despiertan carcajadas antiguas con la simple mención de una palabra que a nadie más daría risa por sí sola. Les ensombrece el ánimo una nostalgia y un silencio compartidos cuando suena una canción determinada.
El amor pierde apresto con el manoseo, lo deforman los anuncios de perfumes y las películas pensadas para vender palomitas. Aun así, en el fondo del alma sabemos que el amor verdadero sucede a cada minuto en cocinas y balcones, en ojos transparentes que descansan sin reservas sobre el objeto amado, en manos que acarician sin más énfasis ni propósito que el de verter en el recipiente preciso el cariño abundante, inagotable, que nos hace rebosar el corazón.
En un jardín cercano alguien le grita a un niño: «¿No te he dicho que dejes de molestar? ¡Cállate de una vez y vete a tomar por culo!». Será, piensa ella, que lo tiene ya muy visto. ¡Tantos días al año echa de menos a los que ama, ella! Esa ausencia tan árida resulta acogedora al comprender que es la que preserva el valor pleno de su amor; ese valor que tan a menudo se oscurece, se desgasta y se vuelve invisible con el uso demasiado común.
Porque padres no hay más que dos: Papá y Mamá.
ResponderEliminar1.- Gracias por tus alentadores y amorosos comentarios.
ResponderEliminar2.- Gracias por tu atenta lectura.
3.- Gracias por darme tantas razones y palabras para escribir.
[...]
1.000.000.- Gracias por devolverme a diario a los diecisiete.
Por esos días de reencuentro bajo el sol del amor. brindo con cava frío y la mirada puesta en las lejanas montañas.
ResponderEliminarBeso peregrino.
Porque quizá hace demasiada falta perder de vista las cosas para empezar a buscarlas.
ResponderEliminarBrindo contigo, Eva.
ResponderEliminarQuizá sí, Dimitri; quizá se disfruta con mayor intensidad lo que se echa de menos que lo que se "echa de más".
Un abrazo caluroso -de caluroso agosto- para cada uno.