La maleta en la niebla
Una niebla inusitadamente espesa para el mes de junio tocaba la estación de autobuses con un halo de misterio británico. La luz del día llegaba filtrada por esa compacta superposición de nubes que descansaban a ras del suelo, y todo el aire parecía blanquecino, rosáceo y anaranjado.
En la dársena más alejada, un hombre se dirigía a su maleta. No caminaba hacia ella, sino que le hablaba. La conversación debía ser confidencial, porque calló en cuanto empezaron a aparecer el resto de los pasajeros del autobús que esperaba.
Tuvo dificultades para cargar en la bodega ese equipaje que pesaba como un muerto. De todos modos, una vez acomodado en su asiento, a punto para el largo viaje, tampoco pareció descansar del esfuerzo. Fuese lo que fuera lo que contenía la maleta de sus desvelos, depositarla en el fondo de aquel autobús lo inquietaba sobremanera. Con el corazón encogido, no veía el momento de recuperarla. Aparentaba, eso sí, el aplomo del hombre taciturno y, cuando poco faltaba para el final del trayecto, hizo una llamada en la que apenas murmuró un calmado “Pronto entraremos en la estación”.
Allí no vino a recibirle nadie. Recogió la maleta y una mochila repleta, que antes no llevaba y que no pertenecía a ninguno de los demás viajeros –a quienes en nada extrañó que se alejase tan cargado pues ellos, además de maletas de medidas y colores diversos, transportaban cajas de libros, jaulas con cotorras, piscinas inflables aún desinfladas, jamones envueltos en papel de estraza y sujetos con cinta aislante…–. Buscó un lavabo desierto, abrió la maleta con un suspiro de alivio y dejo salir de ella a su cómplice, el hombretón que había desvalijado a medio pasaje.
En un bar cercano, se comieron un par de bocadillos de calamares, con un ojo puesto en el botín –no se lo fueran a robar– y el otro, en la predicción meteorológica. A los contorsionistas también les duelen los huesos con la humedad.
En la dársena más alejada, un hombre se dirigía a su maleta. No caminaba hacia ella, sino que le hablaba. La conversación debía ser confidencial, porque calló en cuanto empezaron a aparecer el resto de los pasajeros del autobús que esperaba.
Tuvo dificultades para cargar en la bodega ese equipaje que pesaba como un muerto. De todos modos, una vez acomodado en su asiento, a punto para el largo viaje, tampoco pareció descansar del esfuerzo. Fuese lo que fuera lo que contenía la maleta de sus desvelos, depositarla en el fondo de aquel autobús lo inquietaba sobremanera. Con el corazón encogido, no veía el momento de recuperarla. Aparentaba, eso sí, el aplomo del hombre taciturno y, cuando poco faltaba para el final del trayecto, hizo una llamada en la que apenas murmuró un calmado “Pronto entraremos en la estación”.
Allí no vino a recibirle nadie. Recogió la maleta y una mochila repleta, que antes no llevaba y que no pertenecía a ninguno de los demás viajeros –a quienes en nada extrañó que se alejase tan cargado pues ellos, además de maletas de medidas y colores diversos, transportaban cajas de libros, jaulas con cotorras, piscinas inflables aún desinfladas, jamones envueltos en papel de estraza y sujetos con cinta aislante…–. Buscó un lavabo desierto, abrió la maleta con un suspiro de alivio y dejo salir de ella a su cómplice, el hombretón que había desvalijado a medio pasaje.
En un bar cercano, se comieron un par de bocadillos de calamares, con un ojo puesto en el botín –no se lo fueran a robar– y el otro, en la predicción meteorológica. A los contorsionistas también les duelen los huesos con la humedad.
es buenisimo!! :))
ResponderEliminarY verdad de la buena: el enlace a la noticia que motivó el cuento allá por junio de 2011 todavía funciona.
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