Protección civil
Durante semanas la lluvia azotó las costas gallegas y un frente atlántico barrió la península de Oeste a Este y de Norte a Sur. Con setenta y dos horas de antelación los servicios meteorológicos habían insistido especialmente en la crudeza del temporal que se cernía sobre el país. En cada noticiario habían exhibido un mapa de predicción plagado de símbolos temibles. En consecuencia, los gobiernos municipales se aseguraron de suspender la actividad escolar hasta que se restableciese el equilibrio atmosférico. Las empresas dispensaron a sus empleados de acudir al trabajo. Los parques de bomberos se prepararon para cualquier salida y los hospitales multiplicaron los médicos de guardia para hacer frente a las emergencias. Cada familia se aprovisionó de cuanto pudiese necesitar y todas demostraron previsión y prudencia pues se abastecieron ordenadamente, sin acaparar. A veinticuatro horas de la llegada del frente atlántico un dispositivo de seguridad sin precedentes ni fisuras cubría la península. Como pronto se verá, todas las medidas resultaron francamente insuficientes.
Antes de que cayese la primera gota de lluvia en la Costa de la Muerte, las nubes ya se agolpaban, negras y bajas, sobre los pueblos. Desde los faros se advertía la mar gruesa, con olas de ocho metros. Los marineros en tierra daban sus embarcaciones por perdidas; las mujeres que esperaban en el muelle las barcas rezagadas casi daban por muertos a sus maridos. Reinaba un silencio inaudito que parecía presagiar el advenimiento inexorable de una gran desgracia. Mientras que en Galicia no había un alma libre de temor, en Murcia la gente todavía desconfiaba del cumplimiento de las predicciones meteorológicas y los hoteleros se quejaban de que la alarma social les iba a reportar pérdidas considerables ese fin de semana. En pocas horas todos estarían acordándose de santa Bárbara…
El primer día del temporal, en Badajoz, María telefoneó a Javier. Acordaron que ese viernes no se encontrarían en Salamanca, como solían, a mitad de camino, sino que pospondrían su cita para cuando lo peor amainase. Él le contestó que se moría de ganas de verla. Ella notó una sensación cálida en el pecho y le dijo ‹‹te quiero››. Quedaron en llamarse al día siguiente. El segundo día del temporal, en Oviedo, Javier trató de contactar con María. El aparato no daba señal. La edición de tarde de los periódicos que habían conseguido llegar a los quioscos, con su especial ‹‹Al pie de la tormenta››, anunciaba que la comunicación telefónica permanecía temporalmente suspendida a causa de los fuertes vientos. El tercer día del temporal, en Valdepeñas, Antonia trató de enviar un telegrama a Salamanca, donde vivía su hija Laura, casada y con tres niñas. Antonia había visto en las noticias que el Duero se había crecido y que había hundido y arrastrado diversas viviendas. Los teléfonos seguían sin funcionar. El cuarto día del temporal, las inundaciones hacían mella en todo el litoral mediterráneo; en Valencia, atrincherada en su ático tras sellar las ventanas con toallas secas, Alicia quiso ver por televisión el avance del frente, asistir de nuevo al espectáculo de todos aquellos políticos que trataban de calmar a la población usando tópicos estériles aliñados con palabras técnicas que ni ellos mismos comprendían. La señal se había perdido y la pantalla permanecía ciega y muda. Javier y María se habían escrito diversas cartas desde que cortasen el teléfono. Se contaban los estragos que hacía la lluvia, cuánto se echaban de menos, que se les había acabado la leche pero que tenían arroz para meses (‹‹¡Qué difícil es comprar a vida o muerte! ¿Cómo haces una lista para eso?››, lamentaba María)… Se entretenían con cada detalle; se emplazaban a reencontrarse más adelante, pasada la tormenta. Hacia el octavo día ambos esperaban, en balde, una respuesta del otro. Les invadía la pena, pero seguían teniendo la barriga llena, salud y cobijo. El día décimo Laura, Miguel, Adelita, Fernanda y Luisa empezaban a estar crispados en su piso de Salamanca, donde habían acogido a otra familia de la Obra (Felipe, Sara, Julio, Andrés, José Ramón y Victoria) que había sido evacuada de su casa. El duodécimo día, Alicia sufrió una indigestión que casi la mata, pues los nervios le abrían el apetito. El día que hacía trece se fue la luz en toda la península. Entre el día catorce y el dieciocho, se multiplicaron los síntomas de hipotermia, ansiedad y pánico, intoxicación por consumo de alimentos en mal estado… El día vigésimo cuarto, sin previo acuerdo, Javier salió de Oviedo y María de Badajoz. No había transportes. Caminaban en dirección a Salamanca, contra viento y granizo. El día vigésimo quinto, Antonia irrumpió en la comisaría de Valdepeñas exigiendo información sobre la situación de su hija; estaba fuera de sí y blandía una navaja de Albacete, así que un cabo demasiado tembloroso la amenazó con su arma para que se tranquilizase. El día vigésimo sexto, Laura puso matarratas en las patatas guisadas con chorizo y repartió las raciones entre los once platos sin dejar de pasar el rosario. El día vigésimo séptimo, Alicia saltó desde su balcón hacia la corriente de agua que ocultaba la calle Villahermosa y bajaba a arremolinarse en la plaza del Doctor Torrents. El día vigésimo octavo, el frente atlántico superó la península y salió el sol. De Oeste a Este y de Norte a Sur, aún no se ha completado el recuento de las víctimas mortales. Es cierto que el dispositivo de seguridad desplegado evitó que millones de hombres y mujeres sucumbiesen bajo el peso de los elementos. Pero ¿nadie pensó en protegerlos de sí mismos?
Antes de que cayese la primera gota de lluvia en la Costa de la Muerte, las nubes ya se agolpaban, negras y bajas, sobre los pueblos. Desde los faros se advertía la mar gruesa, con olas de ocho metros. Los marineros en tierra daban sus embarcaciones por perdidas; las mujeres que esperaban en el muelle las barcas rezagadas casi daban por muertos a sus maridos. Reinaba un silencio inaudito que parecía presagiar el advenimiento inexorable de una gran desgracia. Mientras que en Galicia no había un alma libre de temor, en Murcia la gente todavía desconfiaba del cumplimiento de las predicciones meteorológicas y los hoteleros se quejaban de que la alarma social les iba a reportar pérdidas considerables ese fin de semana. En pocas horas todos estarían acordándose de santa Bárbara…
El primer día del temporal, en Badajoz, María telefoneó a Javier. Acordaron que ese viernes no se encontrarían en Salamanca, como solían, a mitad de camino, sino que pospondrían su cita para cuando lo peor amainase. Él le contestó que se moría de ganas de verla. Ella notó una sensación cálida en el pecho y le dijo ‹‹te quiero››. Quedaron en llamarse al día siguiente. El segundo día del temporal, en Oviedo, Javier trató de contactar con María. El aparato no daba señal. La edición de tarde de los periódicos que habían conseguido llegar a los quioscos, con su especial ‹‹Al pie de la tormenta››, anunciaba que la comunicación telefónica permanecía temporalmente suspendida a causa de los fuertes vientos. El tercer día del temporal, en Valdepeñas, Antonia trató de enviar un telegrama a Salamanca, donde vivía su hija Laura, casada y con tres niñas. Antonia había visto en las noticias que el Duero se había crecido y que había hundido y arrastrado diversas viviendas. Los teléfonos seguían sin funcionar. El cuarto día del temporal, las inundaciones hacían mella en todo el litoral mediterráneo; en Valencia, atrincherada en su ático tras sellar las ventanas con toallas secas, Alicia quiso ver por televisión el avance del frente, asistir de nuevo al espectáculo de todos aquellos políticos que trataban de calmar a la población usando tópicos estériles aliñados con palabras técnicas que ni ellos mismos comprendían. La señal se había perdido y la pantalla permanecía ciega y muda. Javier y María se habían escrito diversas cartas desde que cortasen el teléfono. Se contaban los estragos que hacía la lluvia, cuánto se echaban de menos, que se les había acabado la leche pero que tenían arroz para meses (‹‹¡Qué difícil es comprar a vida o muerte! ¿Cómo haces una lista para eso?››, lamentaba María)… Se entretenían con cada detalle; se emplazaban a reencontrarse más adelante, pasada la tormenta. Hacia el octavo día ambos esperaban, en balde, una respuesta del otro. Les invadía la pena, pero seguían teniendo la barriga llena, salud y cobijo. El día décimo Laura, Miguel, Adelita, Fernanda y Luisa empezaban a estar crispados en su piso de Salamanca, donde habían acogido a otra familia de la Obra (Felipe, Sara, Julio, Andrés, José Ramón y Victoria) que había sido evacuada de su casa. El duodécimo día, Alicia sufrió una indigestión que casi la mata, pues los nervios le abrían el apetito. El día que hacía trece se fue la luz en toda la península. Entre el día catorce y el dieciocho, se multiplicaron los síntomas de hipotermia, ansiedad y pánico, intoxicación por consumo de alimentos en mal estado… El día vigésimo cuarto, sin previo acuerdo, Javier salió de Oviedo y María de Badajoz. No había transportes. Caminaban en dirección a Salamanca, contra viento y granizo. El día vigésimo quinto, Antonia irrumpió en la comisaría de Valdepeñas exigiendo información sobre la situación de su hija; estaba fuera de sí y blandía una navaja de Albacete, así que un cabo demasiado tembloroso la amenazó con su arma para que se tranquilizase. El día vigésimo sexto, Laura puso matarratas en las patatas guisadas con chorizo y repartió las raciones entre los once platos sin dejar de pasar el rosario. El día vigésimo séptimo, Alicia saltó desde su balcón hacia la corriente de agua que ocultaba la calle Villahermosa y bajaba a arremolinarse en la plaza del Doctor Torrents. El día vigésimo octavo, el frente atlántico superó la península y salió el sol. De Oeste a Este y de Norte a Sur, aún no se ha completado el recuento de las víctimas mortales. Es cierto que el dispositivo de seguridad desplegado evitó que millones de hombres y mujeres sucumbiesen bajo el peso de los elementos. Pero ¿nadie pensó en protegerlos de sí mismos?
Seguimos el camino...
ResponderEliminar...contra viento y marea