Cómo tener un buen día

Todos necesitamos un buen día. Aunque sólo sea uno de vez en cuando. No digo un día aceptable ni medianamente satisfactorio, no me refiero a esos días buenos-en-general en los que nos salen las cuentas de vivir. Hablo de un día bueno sin la menor tara, un día al que no hay que limarle las aristas.

Abundan los días que requieren dedicación, paciencia, lucidez, aceptación, deliberado entusiasmo, persistencia, alegría autoimpuesta y otras muchas virtudes. Precisamente por eso, agradecemos la llegada de un día fácil, en que el cuerpo acompaña, las tareas se dejan hacer sin rebelarse y las personas que nos salen al paso están de humor o simplemente tranquilas. Un día así, gozoso, no necesita de más para serlo: igual puede estar lleno de acontecimientos felices que mantenerse sencillo y cotidiano.

La humanidad, que ha inventado técnicas y artilugios para casi todo, desde calzarse sin olerse los pies hasta depilarse la lengua sin dolor, aún no ha conseguido desarrollar un mecanismo que produzca días buenos. Seguimos sujetos a la inclemencia o benignidad natural de las jornadas, tal y como nos sucede con la meteorología. Aquí y allá encontramos consejos y teorías al respecto, en su mayor parte tan eficaces como sacar a la santa en procesión para que llueva. ¿Cómo se fabrica o se convoca un día bueno? Eso no lo sabemos todavía.

Así que, dada su rareza, su azarosa aparición y su fugacidad, creo que lo más sabio será disfrutarlo cuando se presente y no hacer mucho ruido para no espantarlo. Como hoy, ahora, mientras disfruto sin más de este buen día.


Fotografía de Salva Artesero

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