Quien tenga oídos, oirá


Aunque la palabra empatía se haya vuelto tópica y tan pronto la reivindiquen los indiferentes como las marcas de galletas, la capacidad general de compartir los sentimientos de otros sigue bajo mínimos. No lo digo por decir.
 
Por una parte, se invoca el derecho a la salud mental y física, reconocido por la Organización de las Naciones Unidas como uno de los derechos humanos, y se incluyen la salud, la convivencia, la igualdad y el medio ambiente entre los Objetivos del Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030. Por la otra, se calcula que el porcentaje de personas que soporta contaminación acústica en el hogar supera el 20% de la población, a pesar de que se sabe que produce efectos perniciosos en la salud, tanto más graves cuanto más persistente es la agresión ambiental. Hasta aquí la introducción teórica.
 
Vivo en una preciosa población rural, apartada del mundanal trajín. Diríase el entorno ideal para escribir y leer, que es a lo que al fin y al cabo me dedico. Vine aquí para eso, y descarté a propósito lugares con mayor presión acústica, como avenidas de las grandes ciudades, urbanizaciones en los márgenes de las autopistas y localidades con minas a cielo abierto.
 
En este lindo pueblo, sin embargo, la más elemental cultura acústica brilla por su ausencia. Impera una permisividad institucional y social sin paliativos hacia el ruido. Los más de 2.600 habitantes censados, la veintena de entidades y agrupaciones, y de hecho cualquiera que pase por aquí, pueden emprenderla a gritos en la plaza sin que nadie se inmute. A la hora que sea y durante el tiempo que les apetezca. Pueden amenizar el alboroto con megafonía. Sin límite de potencia. Y esto son lentejas.
 
Hay quien cree que las molestias por ruido se reducen a una mera cuestión subjetiva. Claro. A nadie le molesta el ruido que no oye, el que se produce lejos de su ventana y no se le mete en casa, en la cama y hasta en la sopa. La respuesta municipal en este caso ha consistido en ignorar la petición de intervención, que es el equivalente administrativo de silbar mirando para otro lado. Pero el ruido habitual de la plaza es objetivo, mesurable con un simple sonómetro, y excede los límites establecidos en la ley de protección acústica.
 
Sí, existe una ley que marca el ruido máximo que podemos imponer legalmente a otros en las distintas zonas, porque no es lo mismo el entorno de una estación de autobuses que el de un hospital. A los ayuntamientos corresponde garantizar su cumplimiento. Y al de mi pueblo no le da la gana, bien porque cuesta trabajo o porque se ha quedado definitivamente sordo.
 
Vengan y midan la calidad acústica de esta apacible plaza, que de acuerdo con la norma no debería sobrepasar los 55dB de día y los 45dB de noche. Dejo aquí, como hacen los meteorólogos aficionados, una anotación sobre el estado sonoro de mi ventana: "Durante la semana santa (laborable en su mayor parte), se registraron en la Plaça Vella ruidos de 60dB a 80dB, sostenidos entre 6 y 8 horas diarias, repartidas en franjas de 120-180min, en cualquier momento del día o de la noche."
  
A ver si, datos en mano, la declaran zona catastrófica y empieza la fase de recuperación. O si el ayuntamiento reconoce de una vez que esto es el Chillódromo Municipal, pues tal es el uso que en general se le concede, y lo inaugura oficialmente, con placa y chocolatada popular.



Comentarios

  1. Fa temps que em sorprèn que en un lloc tan bonic, voltat de natura i amb pocs habitants, hi hagi tant de soroll. És un contrasentit i una llàstima. Jo també crec que l'ajuntament hi hauria de fer alguna cosa, però sembla que tenen altres interessos...

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  2. Conozco este pueblo. Nunca entendí porque en la plaza se permite chillar y pegar balonazos contra fachadas, puertas y ventanas a todas horas... Por no hablar del alcohol que va y viene hasta altas horas de la madrugada.

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  3. Pues si no te gusta mi pueblo, puerta.

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