La saludable escucha

Escuchar a los demás es saludable. De otro modo, quedamos atrapados en las tinieblas viscosas de las propias miserias y obsesiones. Nos recubren e impregnan hasta que ya no sabemos distinguir el ser vivo que somos de esas adherencias parásitas que se alimentan de nosotros. La desazón y el sobresalto perennes —vengan de dentro o fuera— nos devoran despacio y a conciencia, como esos pececillos que según dicen se comen la piel muerta. El apremio sin tregua, sin embargo, no se conforma con mordisquear la superficie. Sigue y sigue royendo piel adentro, a la caza de manjares más jugosos. Y así nos consumimos, dando pábulo a nuestros más íntimos depredadores.

Es saludable, digo, escuchar a los demás. Detectar en otros estas angustias erosivas que tan bien conocemos. Advertir que, aunque a ellos los asedian otras tropas, el proceso de desgaste interior no se altera ni un ápice. Comprender que nadie, ni el bíblico Job, tiene la exclusiva del dolor —pasado, presente o venidero—. Que, lo que es sufrir, todos sufrimos. Y que será el fuego de nuestra aflicción, si tanto nos empeñamos en avivarlo, lo que nos debilite, deteriore y acabe destruyéndonos.

Les propongo algo inédito, lo sé. Escuchar a los demás sin apropiarnos de su dolor, sin despreciarlo, sin usarlo para apuntalar el nuestro, sin confirmar con él nuestras fatídicas certezas sobre el mundo y la vida. Escuchar respetándolos y tratando de entenderlos. Por egoísmo, si quieren. Es descubriéndolos que me descubro a mí.

 

Banco de peces, terra endins

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