La Edad de la Ofuscación

La claridad de pensamiento empieza a ser (como los unicornios, las sirenas o el árbol del Paraíso) una cosa fantástica: algo de lo que todos hemos oído hablar pero cuya existencia real no está probada. 

A las consabidas Edades prehistóricas, la de la Piedra y la de los Metales, podemos hoy sumarle esta tercera, tan paradójicamente primitiva y ávida de sofisticación como las anteriores. Bienvenidos, señoras y señores, a la Edad de la Ofuscación.

Si nuestros antepasados neolíticos hacían maravillas con el sílex, nuestra civilización usa la confusión como materia prima: la siembra por doquier y cosecha complacida sus frutos. Que además son jugosos para los pescadores de los ríos revueltos.

¿En qué se reconoce esta preponderante oscuridad de la razón? Muchas son las señales sutiles, más aún las groseras. Para no entrar en precisiones demasiado específicas ni en listas detalladas, cuya comprensión podría resultar exigente, el síntoma principal y evidente es el deterioro cognitivo, perceptivo y expresivo que aqueja a la población general. Las cifras de tontos de capirote son ya alarmantes.

De todas nuestras nefastas tonterías quizá la más grave consista en negar tozudos lo que de veras nos perturba y aquietar el ánimo rugidor con chucherías. ¿Que mi vida carece de sentido? No me refiero a una comezón imaginaria: pongamos que la dedico a algo que ni me va ni me viene ni creo yo que cause ningún bien propio o ajeno. ¿Qué hago? Pues le aplico una capa muy fina de barniz, para que brille. Me compro cosas, hago cosas, tomo cosas, me relaciono con gente como si fueran cosas (o, todavía peor, con cosas como si fueran gente). En sustancia, perpetúo mi vacío existencial. Pero ¿habéis visto qué bien lo he decorado?

No son esos artilugios que tanto nos enorgullece poseer y manosear los que revelan nuestro grado de complejidad y desarrollo como especie, sino la claridad de nuestro pensamiento. Ella es la que nos permite convertir un pedrusco en herramienta o en vida buena este simple pasar por aquí. Mientras sigamos renunciando a ejercitarla, seremos meros trogloditas por mucho que nos creamos cíborgs.




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