¿Certificados?


Mi primera profesora particular de inglés se llamaba Pilar y daba clase en el desván de la casa de sus padres, donde vivía ella aún. Debía de ser muy joven, aunque a los ojos de la niña que yo era pareciese una señora. Vestía formal, de catequista, y sus clases estaban bien estructuradas para que nuestras bases de vocabulario y gramática fuesen sólidas. Yo llegaba puntual. Si era temprano, esperaba ante la verja para no importunar a la familia. Sólo una vez que llovía llamé al timbre antes de hora. Pilar todavía no estaba y su madre me hizo pasar al comedor. Me invitó a un After Eight que no me gustó mucho pero que se me antojó el colmo de la inglesidad. Cuando Pilar se casó y se mudó, cambié de profesor.

Seguí estudiando inglés con Steve. Hacía ya tiempo que yo quería incorporarme a su clase, a la que iban mis más ilustres compañeros de colegio, los hijos de los maestros, la élite del saber. Y con razón, me decía yo misma. Porque Steve era nativo y Pilar, una modesta filóloga de pueblo. Recién llegada, me apabulló un poco la fluidez de la conversación entre él y los alumnos. Lo que venía llamándose el speaking. También según qué listening de grabaciones con un fuerte acento me resultaba ininteligible. En el reading y el writing, sin embargo, les daba yo sopas con honda. ¡Sí que eran firmes los cimientos que había asentado Pilar! Tanto que enseguida y para mi decepción Steve me cambió al grupo de alumnos mayores. ¡Con las ganas que tenía yo de entablar complicidades con mis condiscípulos y me encontré compartiendo las lecciones con sus hermanas mayores!

También Steve se trasladó. Se fue a una ciudad a abrir una academia de más envergadura. Traspasó su piso, con pizarras y alumnos, a dos chicas estadounidenses cuyo nombre, afortunadamente, no recuerdo. Nativas de pura cepa, sí, pero con menos nociones de pedagogía de la lengua que un carretero o una domadora de hámsteres. Sus clases consistían en atropellados monólogos en los que nos contaban, sin el menor pudor, su vida personal en América. No se privaban de los detalles sórdidos sobre el alcoholismo de la madre de una o la afición del padre de la otra a la tala con sierra manual, que ciertamente ponían a prueba nuestro vocabulario y nuestra paciencia.

Entonces mi padre se enteró a través de un amigo de que había una cadena de escuelas de idiomas que ofrecía todos los niveles a un precio imbatible. El método, revolucionario, combinaba el autoaprendizaje computarizado con las tutorías individuales. Aunque ahora suena a curso mondo y lirondo, hace veinticinco años aquello era el advenimiento del futuro. Pasé una prueba de inglés, le presupuestaron hasta el último nivel y lo pagó de golpe. Y ahí me encontré yo, comprometida con asistir regularmente a clase a más de una hora y media de viaje de ida y otra hora y media de vuelta. Cosas de las oportunidades.

El caso es que al final aquel trato inverosímil fue provechoso, porque también yo me marché a vivir fuera y la academia resultó tener franquicia en mi ciudad de destino. Estudié hasta que ya no se podía saber más inglés. No según ese método. Me expidieron un certificado.

Les cuento todo esto porque últimamente me acechan aquí y allá anuncios de formaciones variopintas. Mi hambre de aprendizaje es infinita, así que todas me tientan. Prometen métodos innovadores, profesores desenfadados y certificados coloridos. ¿Qué quieren que les diga? Yo desconfío. A la hora de la verdad fueron Pilar y Steve quienes, a su manera clásica y sin aspavientos, más inglés me enseñaron.

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