Mal de todos
"Mal de muchos..." empieza el refrán y ya saben ustedes como acaba. Y como nadie quiere pasar por mentecato, preferimos andar desconsolados en el descomunal embrollo planetario en que estamos inmersos. ¡Que en semejante berenjenal común aún se oiga entonar "Yo estoy peor que nadie", "Qué mala suerte tengo" y "Sólo me pasa a mí"! Me refiero –cómo no hacerlo– a la pandemia y a sus abundantes e indeseados frutos. A los recientes, los que van madurando y los que ni siquiera sospechamos todavía.
Un encadenamiento de calamidades que quisieramos atribuir a la fatalidad. Sin embargo, enraíza en un terreno concienzudamente abonado para el desastre. Nace de una Naturaleza desacompasada que lleva tiempo dando síntomas de agotamiento y en la que cada organismo, hasta el más nimio, puede desplegar tentativas inéditas de preservación y proliferación. Y si bien esta enfermedad se encarniza en la vulnerabilidad biológica de nuestra especie, las secuelas se ceban en la precariedad del individuo en el seno de la sociedad. Precariedad que no viene de ayer. Hace ya mucho que vagamos por una capa de hielo quebradizo, superficie del hondo y fiero mar de la Economía –ese que prometía sostenernos en pie sobre su lomo si éramos buenos–.
Nos hemos acostumbrado a esas ficciones en las que el protagonista triunfa valiéndose de sus propios medios, rotundos y dudosos, a menudo repugnantes, pero solamente suyos y, por ello, admirables. De los westerns a las series de moda, pasando por el inefable Harry el Sucio. La lista es infinita. El caso es que le hemos erigido un altar a la autosuficiencia, que no es más que un eufemismo del "sálvese quien pueda".
Mejor haríamos hoy en remar al unísono, sin la pretensión individual de ser especiales, de merecer más, de salir ganando y que pierdan otros. Reconocer el alcance ingente de este mal de muchos y procurar paliar sus consecuencias no es consuelo de tontos. Quizá sea el único modo de que no se convierta en mal irreparable de todos.
Mejor haríamos hoy en remar al unísono, sin la pretensión individual de ser especiales, de merecer más, de salir ganando y que pierdan otros. Reconocer el alcance ingente de este mal de muchos y procurar paliar sus consecuencias no es consuelo de tontos. Quizá sea el único modo de que no se convierta en mal irreparable de todos.

A pesar de cargar las tintas contra mi tocayo, le agradezco una vez más sú lúcida radiografía de la realidad, querida Pepa.
ResponderEliminar¡Siga abriéndonos los ojos, por favor!
¡Gracias a usted, Harry!
ResponderEliminarY no se encariñe tanto con los tocayos, que serlo no los convierte en buena gente.
Un abrazo.