La brecha
Allá por la niñez raro era el día en que algún compañero –solían ser chicos– no se llevaba un porrazo o una pedrada en la cabeza. "Míralo, ya lo han descalabrao", resoplaban las madres al verlos regresar, abatidos, y de propina les arreaban una ración de collejas.
Para medir la gravedad del daño, nos fijábamos en si presentaba rojez, carne viva o derramamiento de sangre y sesos. De leve a alarmante, las heridas se clasificaban en: noesná, coscorrón, rasguño, tajo, brecha, socavón, sequedatonto y aqueladiña. Como bien se ve, la brecha quedaba en una posición estratégica, a medio camino entre la nimiedad y la defunción. Un poco más o un poco menos podían determinar el destino del chaval.
Así que ahora, oyendo la expresión brecha digital no dejo de pensar en aquellos niños descalabraos de entonces. Los de ahora reciben pedradas virtuales pero no menos violentas. Las consecuencias de esta brecha ya se verán.
Por de pronto, la posesión y el uso de aparatos informáticos conectados a internet han dejado de concebirse como lo que son: una posibilidad. Se están convirtiendo en lo que muchos fundamentalistas e interesados quieren que sean: un deber. Lo disfrazan de necesidad, de progreso indefectible, de bendición de Dios. Proclaman que es un derecho inalienable. Y prometen restañar las heridas de los parias de las TIC.
Señoras y señores, niños y mayores, ¡atención! El mensaje que se envía a los desconectados es que son ellos quienes, por una razón u otra, se han quedado fuera. Que se les ayudará en lo posible a reintegrarse a la sociedad, pero que su reincorporación depende de que consigan digitalizarse. Obligatoriamente. O estás en línea o ya no estás.
Durante el confinamiento, la tecnología nos ha sacado de algunos atolladeros. Le estamos agradecidos por ello. Tampoco hace falta beatificarla. El encierro y las medidas de desescalada se han aprovechado para que cunda la idea de que la forma más segura, cómoda y atractiva de relacionarse es la virtual. No obstante, que lo sea temporalmente –en un contexto de pandemia– no implica que lo sea en sí, ni que los encuentros presenciales hayan perdido sentido o vigencia. Toda planificación –cultural, educativa, etcétera– que decida encajonar su actividad en la pantalla estará dejando fuera a quienes son sencillamente humanos sin vocación de cíborg.
Déjense ya de cuentos compungidos sobre la dichosa brecha digital quienes con una mano se secan la lagrimita y con la otra siguen tirando piedras.
Para medir la gravedad del daño, nos fijábamos en si presentaba rojez, carne viva o derramamiento de sangre y sesos. De leve a alarmante, las heridas se clasificaban en: noesná, coscorrón, rasguño, tajo, brecha, socavón, sequedatonto y aqueladiña. Como bien se ve, la brecha quedaba en una posición estratégica, a medio camino entre la nimiedad y la defunción. Un poco más o un poco menos podían determinar el destino del chaval.
Así que ahora, oyendo la expresión brecha digital no dejo de pensar en aquellos niños descalabraos de entonces. Los de ahora reciben pedradas virtuales pero no menos violentas. Las consecuencias de esta brecha ya se verán.
Por de pronto, la posesión y el uso de aparatos informáticos conectados a internet han dejado de concebirse como lo que son: una posibilidad. Se están convirtiendo en lo que muchos fundamentalistas e interesados quieren que sean: un deber. Lo disfrazan de necesidad, de progreso indefectible, de bendición de Dios. Proclaman que es un derecho inalienable. Y prometen restañar las heridas de los parias de las TIC.
Señoras y señores, niños y mayores, ¡atención! El mensaje que se envía a los desconectados es que son ellos quienes, por una razón u otra, se han quedado fuera. Que se les ayudará en lo posible a reintegrarse a la sociedad, pero que su reincorporación depende de que consigan digitalizarse. Obligatoriamente. O estás en línea o ya no estás.
Durante el confinamiento, la tecnología nos ha sacado de algunos atolladeros. Le estamos agradecidos por ello. Tampoco hace falta beatificarla. El encierro y las medidas de desescalada se han aprovechado para que cunda la idea de que la forma más segura, cómoda y atractiva de relacionarse es la virtual. No obstante, que lo sea temporalmente –en un contexto de pandemia– no implica que lo sea en sí, ni que los encuentros presenciales hayan perdido sentido o vigencia. Toda planificación –cultural, educativa, etcétera– que decida encajonar su actividad en la pantalla estará dejando fuera a quienes son sencillamente humanos sin vocación de cíborg.
Déjense ya de cuentos compungidos sobre la dichosa brecha digital quienes con una mano se secan la lagrimita y con la otra siguen tirando piedras.

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