¡Callaos de una vez!

Vertiginoso mundo detenido. Mundo raro que se revoluciona como un coche en punto muerto cuyo acelerador nos empeñamos en continuar pisando a fondo. Inútilmente y con mayor encono giran en esta rueda infinita los sufridores privilegiados. Son los que a todas horas izan la bandera de "cumplir con el deber", "ganarse el pan", "estar peor que nadie" y etcétera de todos los etcéteras. Esos mismos que se olvidan de que gozan de la buena fortuna de tener una tarea encomendada cuya retribución les da para comer, comprarse un piso y hasta un adosado, renovar el armario, cenar fuera y viajar, parir y criar uno, dos o tres hijos, pagarles el colegio concertado y las extraescolares, y dejo aquí la lista porque en algún sitio va a haber que parar, aunque les da para esto y para más.

El aire está más limpio en estos días, temporalmente liberado de gran parte del tráfico rodado que lo asfixiaba de contino. Pero la contaminación emocional sigue en aumento. En buena parte es acústica, y no se mide en decibelios sino en intencionalidad, como las manos en el fútbol moderno. ¡Tantas personas emiten a la vez sonidos carentes de función benéfica! Hace ruido y sólo ruido al hablar quien así se desfoga y se lava la conciencia, y le importa un comino si de ese modo diezma la energía (la serenidad, la alegría, la comprensión) del otro que no tiene más remedio que oírle, acorralado siquiera por la ineludible proximidad física. Pues bien, a aquel, al Contaminador, ¡que le corten la cabeza! Háganlo sin pizca de remordimiento, que bien se echa de ver que ya no la usa.

La responsabilidad sobre la belleza de la propia vida es cosa de todos, y especialmente de cada quien la suya. A estos Afeadores que, no contentos con haber convertido su vida en una cámara de torturas autoinfligidas, están decididos a arrastrar a los demás a su propio terreno, ¡que les corten al menos la lengua, si lo de la cabeza les parece excesivo! ¡Que les corten (con eso bastaría) la impunidad de contagiar a la ligera su malestar a otros! Quizás así (ojalá) se vean impelidos por la necesidad acuciante de ponerle remedio, contención, bozal a esta verborrea de la frustración. Quizás dejen de complacerse en hundir a otros con sus juicios sin sustancia, sus insultos vocingleros, sus gemidos desolados y dolientes. Quizás ya no se atrevan a escupir sus reproches (no por indirectos carentes de encarnizada hostilidad) a quienes ellos creen que les han condenado a la desgracia.

Sufridores privilegiados del mundo, almas en pena sin pena ni alma, ¡callaos de una vez! ¡Haced algo para embellecer vuestra propia vida! ¡Empezad por dejar de ensuciar la vida ajena!





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