Las maestras

Con la primera, aprendí a leer en voz alta frente al resto de la clase.
Con la segunda, que la predilección o la indiferencia que sienten los adultos no se manifiestan necesariamente en forma de sonrisas o de desplantes, sino en la manga vergonzosamente ancha con que administran justicia e injusticia entre sus discípulos.
Con la tercera, que Mambrú se fue a la guerra, qué dolor y qué pena. También con la tercera, que a quien se afane para concluir su tarea le endilgarán otra mayor.
Con el cuarto, maestro memorable en mi galería de señoritas, que no era oportuno que debatiésemos en la escuela la contradicción flagrante entre la teoría darwinista de la evolución y el relato que el Génesis ofrece sobre la creación del hombre, pero que era saludable que nos diésemos cuenta de que ahí algo chirriaba.
Con la quinta, que el teatro cabía en la clase, pero sólo los viernes por la tarde o las jornadas festivas.
Con la sexta, que el entusiasmo no anda reñido con la firmeza.
Con la séptima, que la dulzura no anda reñida con la convicción.
Con la octava, que la palabra –literaria y teatral– puede apasionar.
Con la novena, la belleza de ser pródigos con lo aprendido: ¡miserable aquél que racanea conocimiento y experiencia a quien los necesita!
Con el décimo, que por encima de cualquier protocolo académico somos personas, que la marea sube y luego baja, y que un año de vida es demasiado valioso para dilapidarlo cubriendo un expediente.

 

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