Software o maravilla

El fervor tecnológico ha alcanzado tales cotas de fanatismo y memez que atreverse a cuestionar la hiperdigitalización de lo cotidiano la convierte a una poco menos que en ludita. Pues bien, paradojas de la vida, la cibernética Pepa Pertejo es a la vez una convencidísima ciberreacia.

Esto que empezó como la feliz adquisición de herramientas que prometían hacernos la vida fácil ha cobrado una deriva tragicómica, hilarante a la par que monstruosa. La informatización ya impregna y devora el ámbito existencial. A diario somos testigos –cuando no, ¡ay!, tristes protagonistas– de situaciones en las que la app de turno complica sobremanera la vida o la desbanca por completo. En el mejor de los supuestos, el despropósito dura apenas instantes y no marca la tónica general del día. En otros casos, más frecuentes, estos tiempos muertos en los que hacer lo que sea nos cuesta el triple de lo que tardábamos sin ayuda tecnológica –demora que ni siquiera advertimos, absortos en la hipnótica pantalla– se reparten periódicamente a lo largo de toda la jornada, laboral o festiva. En los peores, los casos patológicos, el cibersujeto ha suplantado a la persona y la privación tecnológica genera síndrome de abstinencia. La cosa es alarmante y aún desconocemos el alcance del fenómeno y las proporciones precisas que separan el uso práctico e higiénico de la adicción.

Mientras tanto, muchas escuelas compiten por implementar más tecnología en las aulas y los departamentos de educación elogian la ultramodernidad de sus aparatejos, obviando que no enseñan nada nuevo ni mejoran cualitativamente el aprendizaje. Aquí apenas quedan niños sin smartphone ni tablet ni consola ni portátil ni smartwatch, y así van las pobres criaturas por la vida, equipadas como el inspector Gadget y, como él, privadas de su propia inteligencia –para pensar, que usen los trastitos, que su dinero nos cuestan–. Algunos centros implantan el reconocimiento facial de los alumnos o les imponen el uso del software de Google. Hay madres y padres que celebran lo uno en aras del control –¡Dios los libre de ignorar la ubicación exacta de su prole minuto a minuto!– y lo otro en aras de la gratuidad y de una preparación más completa para su futuro profesional. Acabáramos.

Afortunadamente, otras escuelas y otros padres y madres recuerdan que el propósito de la educación es transmitir a los humanos primerizos el mejor bagaje para su vida incipiente: saberes que la hagan posible, saludable, armoniosa, alegre, fértil, rica... Mostrarles la vastedad prodigiosa del mundo. Descubrirles la capacidad que todos tenemos para disfrutarlo y para contribuir a aumentar la maravilla.



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