Los sensibles y los fagáceos

Van y vienen las cuestiones que preocupan a la sociedad. Como las mareas. Mientras dura la pleamar diríase que no hay tema más acuciante que éste que ahora llena las cabezas. A fuerza de escucharla, repetirla e interiorizarla, una cuestión cualquiera se convierte en la cuestión y sobre ella opinamos, dóciles, lo que haya que opinar. En los últimos días se habla, escribe y pía con unción solemne sobre la alta sensibilidad. La cosa inquieta.

Se ve que un porcentaje significativo de la población, casi una quinta parte, percibe, siente y comprende con mayor intensidad que la media. Y que eso es problemático. Son gente rara que antepone el silencio al ruido, la naturaleza al humo, la belleza a la fealdad, la bondad a la mezquindad y la justicia social al provecho individual desaforado. Una amenaza.

Estas personas sensibles ahora reivindican su derecho a vivir sin agresiones ni interferencias impuestas por los campantes en forma de martillos hidráulicos, insultos a voz en cuello, suciedad negligente, abusos cotidianos, omnipresencia del consumo... No se teme que empiecen a manifestarse porque les disgustan los gritos y las multitudes, pero ponen mala cara en las reuniones familiares y claro, aguan la fiesta. De ahí que el tema cobre vigencia precisamente en vacaciones: no hay quien disfrute de la fritanga y el gin-tonic con un sensible cerca.




Desasosiega particularmente la sensibilidad infantil. Ya saben, esos niños que miran con los ojos bien abiertos, entienden más de lo que se les dice y se estremecen ante el dolor ajeno. Niños que saben y prefieren jugar tranquilamente antes que emborracharse de estruendo, imágenes vertiginosas y matanzas de mentirijillas en HD. Outsiders en ciernes. Una ofensa a sus mayores. Un auténtico peligro.

Entender la sensibilidad como un inconveniente vendría a ser lo mismo que entender las piernas como un lastre. Depende ni más ni menos de si se usan. Y quienes no lo hacen –los que pudiendo andar, sólo se desplazan en coche, patinete o dron monovolumen– etiquetan como conflictivos a quienes sí. La inquina es natural: los privilegios adquiridos por la insensibilidad son muchos y ¿quién quiere renunciar a ellos?

La mera existencia de los sensibles –tengan la edad que tengan–pone en duda nuestra organización social actual. Nuestro modelo de convivencia y de supervivencia no parece idóneo, ni siquiera saludable, no ya para ellos sino para cualquiera. Porque los sensibles ni alucinan ni exageran: sienten lo que es, y lo hacen con mayor nitidez que muchos otros. Lo problemático no es que ellos lo vean, sino que se imponga la ceguera de esa mayoría que tiene piel de corcho. Nos tomaremos la licencia botánica de llamarlos fagáceos, familia de árboles de madera durísima que sólo dan bellotas. Eufemismo de alcornoques.

Al cualificarla de alta convertimos la sensibilidad en rareza. Menospreciamos así una valiosa capacidad esencialmente humana. Normalizamos su atrofia. Remediemos mejor la baja, muy baja o nula sensibilidad de las cuatro quintas partes restantes. Los normales.

Fotografía de la serie "End Times" de Jill Greenberg

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