Su infinita prodigalidad

Un día de cada siete, remonta sudoroso y resoplante el cartero la cuesta del camino que trae hasta mi casa. Sube de espaldas, deja caer hacia atrás el corpachón rechoncho –que a duras penas encuentra acomodo en el uniforme– y así arrastra a contrapeso la saca rebosante.



"¿De dónde saldrán semejantes cargamentos?", refunfuña exhausto. Es ya el octavo repartidor en lo que llevo viviendo en lo alto del repecho. De todos, sólo el sexto efectuaba las entregas con naturalidad y sin quejidos. Claro que tenía un temperamento jovial, buena forma física e ingenio. Con cuerda de amarre y rueditas giratorias, de esas que igual van hacia delante que en diagonal o de costado, inventó un sencillo dispositivo que acoplaba al bolsón para subírmelo sin demasiado esfuerzo. Cuando me anunció que era su última visita porque lo destinaban a una plaza mejor, aceptó un café y una rebanada de pan con miel para celebrarlo. Me alegré con él, aunque echo de menos su presencia benéfica de persona que disuelve los inconvenientes, suaviza las aristas y templa las amarguras que le salen al paso. Ya he dejado constancia en otras ocasiones del rechazo que me produce la máscara de mártir, sufridor y penitente, esa que goza de tanto predicamento y que no hace sino envenenar la vida a quien la viste y a quienes se le acercan.

Las remesas que el cartero maldice, que para él no son más que rabia y desgracia al peso, vienen repletas de alegría, curiosidad y generosa sorpresa: se trata de los envíos espontáneos que recibo de ustedes, mis queridos lectoras y lectores. Cartas apasionantes unas afectuosas, otras sesudas– que inauguran correspondencias pausadas y quizá duraderas. Postales coloridas con preguntas brevísimas en letra desparramada, o con poemas y juegos de palabras en caligrafía apretadita y esmerada. Papelitos para mis collages acompañados de buenos deseos. Anécdotas desconcertantes cuyo protagonista querría que yo las relatase aquí, adornándolas un poquito si es posible. Las cajitas contienen obsequios imprevistos y deliciosos: pigmentos en polvo, cuentas de cristal tallado, especias, semillas, incienso, estatuillas pintadas, la llave de una casa donde ir a escribir, caracolas, plumillas, pepitas de oro... Y los paquetes: una alfombra tejida a mano; tres quesos y seis tarros de mermelada de naranja, higo y mora; una escultura de madera de pino; una pareja de butacas de lectura de distinto color, que a veces se pelean porque discrepan sobre ciertos autores; cien ovillos de lana gruesa para agujas del número 12; libros, libros, libros, libros, libros...

Vayan aquí mi agradecimiento a la infinita prodigalidad de ustedes, mis condolencias a los siete carteros gimientes y mi respuesta a una de las preguntas que he recibido recientemente: 

"Señora Pepa: 
¿cómo distingue usted a tiempo cuál es la mejor decisión posible en una situación peliaguda?"

Ah, querida amiga, con gusto le desvelaré mi método infalible, aunque me temo que es más bien poco probable que le sirva a usted de mucho. Reconozco –y descarto enseguidalas opciones erradas: me erizan la barba. Ya ve, una rara y útil interacción entre intuición femenina y folículos pilosos. Tan simple como eso.


(Fotografía de Salva Artesero)

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