El terror íntimo de quedarnos sin nada

"¡Que viene el coco!", nos decían de niños para acortarnos la rienda.

"¡Que viene la indigencia!", se nos alarma ahora, estando como estamos ya hechos y derechos, con la misma intención.


No lo llaman por ese nombre, claro, porque el occidental contemporáneo se cree muy lejos del puente o la barraca donde se refugiaron aún no hace ni un siglo sus ancestros. Pero ¿qué es si no esta obsesión, más allá del sentido y del talento, por la seguridad y la provisión? ¿Qué son esas despensas rebosantes en las que se caducan incluso las conservas? ¿Qué significa la ristra de seguros contratados a fin de proteger hasta lo nimio de las más improbables contingencias? ¿De qué fondo lodoso emerge el monstruo del ladrón que imaginamos que irrumpirá en nuestra casa mientras veraneamos pacíficamente en Acapulco o Torrevieja, en el Kilimanjaro o Albarracín? ¿A qué vienen la palidez y los sudores fríos ante la perspectiva sensata y realista de vivir con menos? Se trata de puro y simple miedo a la indigencia, cerval y connatural al ser humano. Como mortales que somos, sentimos constante e inconscientemente amenazada nuestra supervivencia y la de nuestra tribu.


El fantasma de la intemperie y la carestía nos acompaña siempre. Lo llevamos adentro. Muy bien, ahí está. ¿Qué se hace con él? Hoy en día le concedemos tantas atenciones, lo colmamos de tantos caprichos y bálsamos, que lo hemos convertido en una presencia tiránica. De todo se adueña y todo lo corrompe. Ulula:

     
"El peligro es la única certeza: 
¡armamento pesado y más fiereza!"

Y entonamos con él su cancioncilla.

Este terror íntimo nuestro de quedarnos sin nada es un secreto a voces. La Historia lo ha convertido repetidamente en una eficaz palanca con la que accionar la obediencia general, subordinando así la voluntad de muchos a los designios de unos pocos. Se ha fomentado la imagen de un dios que es juez inapelable, que reparte a discreción sus dones y condenas, y al que conviene complacer mediante el sacrificio y el martirio. Desde el momento en que el individuo incorpora en sí el resorte de la sumisión, cualquier relación humana que entabla –personal, profesional, institucional o azarosa– cobra carices de dictadura.

¿Pobrecitos humanos temerosos? ¿Estamos desvalidos frente a nuestro miedo y a las ventajas que otros obtienen espoleándolo? ¿Debemos encogernos y aceptar nuestra impotencia, nuestra pequeñez, nuestra dependencia de uno o mil amos? ¿Sucumbimos irremisiblemente a la cobardía –pues eso es, y amarga aunque la almibaremos con palabras más dignas como prudencia, precaución o buen juicio–? ¿Seguimos anteponiendo la concesión interesada
a la armonía con nosotros mismos, con otros y con la naturaleza? ¿En nombre de qué? ¿De la supervivencia? ¿Qué clase de supervivencia es ésta?

Dejemos de comprar adormideras para la conciencia de nuestra fragilidad. Dejemos de arruinarnos la vida con el argumento falaz de preservarla. Renunciemos a nuestra idea tramposa de que la indigencia –en sus múltiples manifestaciones se conjura con una obediencia servil a protectores externos, de los cuales el dinero es el más popular. Sustituyámosla por una nueva lógica: el mundo es abundante, la vida breve y su valor aumenta cuando la vivimos con libertad y coherencia.


 Fotografía de Salva Artesero

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