Bosquejo de vagón en silencio

¡Qué crepúsculo gris, qué maravilla, ahora que el tren surca la meseta a trescientos kilómetros por hora! ¡Qué verde llano, qué prados adornados con árboles dispersos y apretados como botoncitos de pasamanería oscura! ¡Qué silueta negra aguada, la de la sierra baja que cierra el horizonte! 

¡Y qué montón de nubes! ¡Cómo se ciernen sobre la planicie, superponiéndose las unas a las otras, abultadas volutas blanco sucio y gris ahumado! Rayos de sol, varillas de abanico, se escurren cielo abajo por entre las rendijas. Es la hora de la sombra-luz. 

¿Son eso encinas? ¿Cómo saberlo con sólo verlas difuminarse y desvanecerse a todo correr a ras de ventana? Colinas redondeadas, un subibaja dulce de pliegues y repliegues en la tela de una inacabable colcha verde. Molinos de viento. Torres eléctricas de planta cuadrada.

Dentro del vagón silencioso hay, claro está, pasajeros. Ordenadores portátiles y teléfonos móviles (¿en dónde no?). También hay libros: Sartre, Aramburu, Chirbes, poesía, autoayuda, una biografía de Keith Richards. Periódicos, revistas. Un actor que pasa texto sólo vocalizando. Durmientes, eso es lo que más hay. 

Luego, cuando hayamos rebasado la mitad del camino y yo ya no esté escribiendo, afuera todavía habrá torres eléctricas. Durante un trecho estarán coronadas por nidos de cigüeña habitados. Pesados, desafiantes, se alzarán rematando la estructura de hierro. Las aves que no estén sobrevolándonos, se erguirán en el nido dándonos su perfil bueno. Las he visto otras veces, en otros viajes. Las contemplaré embebida de nuevo, si es que aún queda luz. El sol va descendiendo. Hace frío en el tren.



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