¡Que les rompan los espejos!

Gruñona y agorera, regresa una vez más Pepa en buena forma. Regresa, quién sabe si para volver a irse al cabo de poco. Ya empieza a darse cuenta de que lo suyo con Las uñas negras está cobrando tintes de escritura migratoria, y que sólo entre proyectos off-line se posa aquí a picotear, chapotear y trinar durante algunas entradas seguidas. Ustedes sabrán perdonar su intermitencia.

Hoy se metamorfosea en una Reina de Corazones barbuda y ordena a voz en cuello: "¡Que les rompan los espejos!". Un breve paseo veraniego por una ancha avenida de una ciudad europea ha bastado para convencerla: lejos de acarrear siglos de mala suerte ‒multipliquen los consabidos siete años por el número de espejos hechos trizas‒, tan engorrosa medida acortaría esta era ridícula. La era del culto narcisista y esmerado al cuerpo y de la proclamación a los cuatro vientos digitales del propio buen aspecto.

A lo largo de apenas veinte minutos de caminata alegre, Pepa se cruza tal vez con centenares de personas. Su mirada se encuentra con los ojos de los niños ‒a quienes, milagrosamente, aún no se les ha embotado cierta curiosidad por el mundo‒ y de cuatro adultos. Cuatro. La cantidad no es una frase hecha, ni entiendan por mirada clavar los ojos en el otro durante un tiempo significativo: se trata sencillamente de ver, de verse mutuamente.

La alienación analógica o tradicional ‒los hombres y mujeres opacos, abismados, sordos a cuanto los rodea tanto como a sí mismos‒ ha dado paso a la enajenación tecnológica. Ahora casi nadie ve nada porque andan embebidos en esa pantallita que contiene un mundo a su medida. Precisamente cuando el conocimiento universal ‒dicen‒ está al alcance de cualquiera que disponga de un aparatito y una conexión, el interés general se vuelca en un único objeto: YO.

Da grima el espectáculo cotidiano del cultivo exacerbado de facetas de la personalidad que rayan en lo patológico y que se han vuelto normales por pura estadística, como la obsesión milimétrica por el aspecto externo o la necesidad de proyectar constantemente al mundo una imagen de disponibilidad social, festiva o sexual. El deseo de ser aceptado y amado es ancestral, quizá inherente a la naturaleza humana. Pero cuando adopta esta forma no sólo es perjudicial y lastimoso, sino además inútil.

Por eso Pepa lanza su sortilegio al mundo como un antídoto a tanto despropósito: "¡Que les rompan los espejos, las pantallas, las cámaras, que no les sirven más que para extremar la vigilancia histérica de su YO aparente!". Que los usen de una vez por todas para verse o que se encuentren privados de ellos, como se priva a un adicto de su droga a fin de devolverle la vida.



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