Removeremos tierra, carbón y tinta. Someteremos a puños las ideas. ¿Qué material no cederá, si no cejamos? Nos quedarán, ése es el precio, las uñas negras.
Me lo confiesa con impunidad, aplomo y evidente coquetería: “Yo soy muy buena persona. Se lo debo a mi padre, que también es muy buena persona”. Me muerdo la lengua antes de añadir burlona: “Y él al suyo, ¿verdad?, que era como vosotros muy buena persona”. No hace falta, se basta solo: “Es que en mi familia todos somos muy buenas personas”. Sea por el solsticio o por los años que hace que lo conozco, me da pereza enzarzarme en una discusión cómica sobre lo ridículo e ingenuo de su afirmación, en la que late mucho más de lugar común que de vanidad. Enseguida se pondría digno creyendo que le cuestiono la que él considera su mejor virtud, su herencia más preciada: “¿Cómo que no somos buenas personas?”. Y en lo que atañe al supuesto honor familiar, no hay humor que valga. Así que me callo, esbozo una sonrisa escéptica, relleno las tazas de café y pasamos a hablar de otra cosa. Más tarde, horas después de su partida, el ataque de risa contenido reaparece y le doy rienda suelta.
La mujer barbuda no lo tiene fácil. Su rareza queda a la vista de todos, como un estigma evidente, como una monstruosidad inocultable. ¿Quién la desposará? ¿Quién la tratará siquiera con respeto? ¿Quién le ofrecerá un empleo, aun en tiempos de supuesta bonanza? La mujer barbuda, harta de saberse escrutada por el rabillo del ojo, soltera y atropellada, en paro y sin subsidio, deja la calle de la amargura y se lanza a la plaza pública. Se monta una tarimita con cuatro tablones y anuncia a gritos su presencia: "¡La mujer barbuda, la mujer barbuda! ¡Niños, venid a tirarle de la barba! ¡Señoras, vengan a lamentar su adversa suerte! ¡Señores, vengan a revolverse en su silla, deseando ver lo que esconde debajo de la falda!". La mujer barbuda convoca multitudes. Les canta "Mi barba tiene tres pelos". O anima a las jovencitas piadosas a que la peinen con mimo. Si en el pueblo está establecido algún barbero que se precie de apurar el afeitado, se deja rasurar por él
La de padre o madre es una condición milagrosa, que de súbito convierte a quien la contrae en dechado de generosidad, abnegación y sabiduría. Hombres y mujeres comunes, lana de redil o carne de inercia, reciben –libro de familia mediante– la iluminación. Y se vuelven heroicos, capaces de proezas inauditas. Y ven en ese empuje biológico de atender y proteger a su cría un mérito intachable, y en las acciones cotidianas que conlleva una vía de perfección y santidad. Hordas de padres y madres enarbolan la bandera de su martirio y reivindican su derecho a la beatificación. Lo terrible de esta paternidad que se afirma acreedora de la gratitud de la humanidad en pleno es que raras veces vacilaría en extinguir la porción que se terciase de esa misma humanidad que tanto le debe si le fuese en ello la ración de dibujos animados o de postre afrutado de sus pequeñines. Ese instinto sin raciocinio –por más poderosamente que se despliegue, por más enternecedor y delicado que se mue
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