El que esté libre de fortuna, que se mese los cabellos

Vivimos con premura y no dejamos tiempo para la alegría. ¡Tan cortos son los días y hay tanto por hacer!

Vivimos sin levantar los ojos de la línea invisible que hemos trazado a pulso y que consideramos nuestro camino cierto.

De vez en cuando aflora un suspiro de descontento con la estrechez y la dureza del sendero, la soledad con que se lo transita, el peso con el que vamos cargando, la ausencia de atajos o de cruces. Y así las cosas, se nos amarga el caminar y la jornada se nos vuelve una condena. ¡Qué insuperable nos parece entonces nuestra desgracia y cuán afortunados quienes recorren cualquier otra vía!

Pocos caminos carecen de alternativas, porque esa red de carreteras vitales que nos imaginamos ‒por cuyas autopistas otros circularían a sus anchas, mientras que a nosotros nos habría tocado la ruta carretil‒ no existe. Lo único real son los pasos que damos a diario en una superficie más vasta de lo que nuestras zancadas pueden abarcar.

Precisamente porque hay grandes dolores inevitables e inasumibles ‒que querríamos que nos postrasen en el suelo pero que en realidad nos empujan a seguir avanzando a rastras‒ resultamos ridículos cada vez que nos lamentamos de la dureza de nuestra triste vida, a la que no le falta nada más que ser vivida.

Miremos alrededor en vez de confinarnos a la raya de cal imaginaria que nosotros mismos nos hemos impuesto. En los márgenes crecen flores y chumberas, cerca se oye un riachuelo, alguien canta, nos acarician el sol o la brisa, otros caminantes se acercan y a lo mejor nos acompañan un trecho antes de alejarse. Demos un paso en otra dirección. O en la misma, pero esta vez deliberadamente. ¿Acaso no es eso suficiente fortuna?

El que alzando los ojos y posándolos más allá de sí mismo encuentre que carece también de todo esto, ése sí: que se mese los cabellos.

Fotografía de Salva Artesero

Comentarios

Entradas populares de este blog

Yo soy buena persona

Ensayo sobre teatro (VI): TABLILLA

La mujer barbuda