Trabacorazones (una paradoja del amor)
Te
quiero y me desvivo porque nada te falte.
Entonces
tú me pides que haga algo por ti. Algo que –según
dices– necesitas ya mismo más que nada
en el mundo. Algo –fácil o arduo, eso poco me importa– que va a
perjudicarte y yo lo sé. También tú lo sabes, pero el deseo
voraz se impone a la cordura, a la benevolencia y al instinto de
conservación.
Me
niego a complacerte –esto es, a
alimentar tu daño– y se
despierta en ti una bestia feroz que se abalanza contra mi negativa.
Es ciega y terca, y escupe balas de cañón que
abaten a cualquiera, porque ahora todos son enemigos. Doy un paso atrás para
salir del radio de alcance de tu artillería. Espero a que el ataque
amaine.
Cuando
al fin se desvanecen ruido y humo, casi cedo a la tentación de
acercarme a contarte por qué esa privación a la que tú crees que te someto es amor, que la felicidad que le atribuyes a su
satisfacción es espejismo, que un perjuicio trae consigo otro en una
cadena que jamás acaba. En ese instante veo que has empezado a
tejer, con una hebra sutil que hilas en tus adentros,
una telaraña en la que fantaseas con apresarnos a ambos –a ti y a mí–
para que allí esperemos pacientemente la llegada de los
depredadores. Me mantengo alejado de tu ovillo pringoso, aunque el
amor me impide abandonarte a tu suerte. Si el corazón me insta a
protegerte, a montar guardia día y noche alrededor de una trampa en
la que tú te expones deliberadamente, ¿por qué
el tuyo no te obliga a levantarte y desembarazarte de esta red de dolor? Quizá porque sabes que mientras yo esté aquí el peligro no
es todavía cierto. Adiós.
Te
quiero y me desvivo porque nada te sobre.

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