La crecida



Los caracteres de imprenta han permanecido intactos, pero la caligrafía concienzuda del registrador ha quedado borrosa, la tinta difuminada e ilegible en buena parte de los renglones. Luego alguien tomó la precaución de repasar los datos que creyó particularmente sensibles: fecha del alumbramiento y nombre del padre.

Así que, mientras examino mi partida de nacimiento, me siento inclinada a pensar que yo misma estoy desleída en parte, que mi entidad física y aun espiritual se compadecen con los trazos desvanecidos de ese papel que acredita mi existencia, y que su escasa rotundidad acaso signifique que nací sólo un poco.

La funcionaria me aclara que nací completamente, que allí no apuntan a nadie que no haya nacido del todo, que buenos son ellos para esas cosas, aunque la negra exactitud del asiento preciso de mi llegada al mundo fuera sencillamente deteriorada por el agua. Que vino la riada, mojó el tomo y santas pascuas. Insiste mucho en ambos puntos: que existo y que nada pudo hacerse contra la inundación. Su voz y su aire tajantes delatan el temor a que alguien juzgue que el Registro Civil no custodió como era debido los libros a su cargo.

Y yo me marcho tan alegremente a pasear por las calles céntricas bajo un sol que el día gélido vuelve todavía más refulgente. Sigo en mis trece, convencida de mi transparencia y de los efectos que la crecida tuvo en mí –registro mediante–. Convencida de que el certificado emborronado prueba que “el nacimiento del hombre no es completo, como tampoco lo es el mundo que le aguarda. Tiene que acabar de nacer enteramente y tiene también que hacerse su mundo, su hueco, su sitio, tiene que estar incesantemente de parto de sí mismo y de la realidad que lo aloje”, como escribiera María Zambrano.

En algunos recodos, portales, plazoletas, saludo con una sonrisa a otras gentes translúcidas que tuvieron la fortuna de que el río desbordado disolviera en agua arrebatada y dulce la amargura implacable del destino: a ellos –que hoy me corresponden corteses, inclinando la cabeza o alzando el sombrero– se les mojó el acta de defunción.


 Imágenes de Elena Nuez

Comentarios

  1. .
    Eres una escritora extraordinaria, Pepa Pertejo.
    Muchas gracias.

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  2. Gracias a ti, Francisco Manuel.

    A los escritores nos hacen falta lectores sensibles.

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