Semblanzas [II]
Le
habían inculcado que madrugar dignificaba al hombre, que quien
dormía nada valía, y que el que permanecía encamado con el sol
entrándole por las ventanas era peor que un fauno o que una lombriz.
Por eso, él se levantaba al despuntar el día, y llenaba las horas
de ruidos, aspavientos y maledicencia, sólo por hacer algo.
Pasó
un peregrino, harapos y sonrisa, pidiéndole agua. Él, que
desconfiaba de quien tuviera costumbres distintas a las suyas –a
buen seguro impías–, calló que
había una fuente en un volver la esquina.
Para
qué salía de la cama, eso él lo ignoraba. Su jornada carecía de
norte; sus acciones, de propósito.
Lo
visitó en sueños un santón:
—Que
tus gestos arraiguen en terrones fértiles, de un marrón rojizo,
tibios de sol, prestos a abrir las entrañas para dejar que brote la
bondad tierna. Que tu cosecha sea pródiga y benéfica.
Despertó sudoroso a mediodía. “Madrugar dignifica al hombre”, se reafirmó. Y siguió en sus trece, envenenando los días.
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