Aguzar los oídos

 Fotografía de Salva Artesero

En el cercado de la ladera un caballo relincha. En algún patio próximo, una escoba de palma barre el cemento con la cadencia vigorosa que despierta en las manos el tacto áspero del palo de madera. Las cigarras entonan su canto, que ahora estalla y luego se trunca, pero que jamás desmaya ni languidece. Un coche arranca y avanza muy despacio por la pista de grava. Jadea un perro con un hueso en la boca; ronda la tierra bajo el rosal y escarba allí un hoyo tierno, donde esconde su presa marfileña y rígida. El megáfono de una camioneta anuncia: “¡El chatarrero, señora! ¡Neveras, lavadoras, todo tipo de chatarra! ¡El chatarrero!”. Su proclama llega, lo ocupa todo durante un minuto –ahogando cualquier otro sonido– y luego se aleja, se empequeñece, se extingue. Suena un teléfono y alguien entabla una conversación indistinguible, un murmullo sostenido. Una sierra de disco rebana maderos. Un niño reclama a su madre desde el pie de la ventana y ella, aunque con cajas destempladas, le responde; siempre le responde. Rasga el cielo con un zumbido sordo una avioneta. Gorgotea delicadamente el viento en las copas de los árboles. A esta hora, las ranas aún callan.

La creación enraíza en la escucha. Teresa de Ávila escribió pasajes conmovedores y luminosos sobre cómo aprendió ella a escuchar adentro y a distinguir la cháchara de la razón humana de la palabra nítida e indudable del Creador. Su obra no es hija de la planificación sino de ese aguzar el oído y prestarle pluma. Margarida Xirgu también atendía escrupulosamente a la voz del personaje; para alumbrarlo, la actriz no lo revestía de sus propios prejuicios, sino que se desnudaba ella misma hasta acercarse tanto a él que ambos se confundiesen.

Escuchar es más arduo que fabular, y quizá más necesario. La imaginación ingrávida se da cuerda a sí misma, y cuanto más lejos la llevamos más ligera se vuelve. ¡Bendita imaginación, locuela y colorida! Para que ese vuelo no lo malogre la menor corriente de aire, para que no se estrelle contra torres eléctricas ni se enrede entre cables de alta tensión, la escucha sujeta a la imaginación como a una cometa, con una madeja de bramante infinito.

Repiquetea el agua en un lavadero. Ladridos. Cae a plomo una manzana podrida en la rama. De ventana a ventana conversan dos vecinas.

Comentarios

  1. Dicen que con la edad se pierde oído. Pero convendría corregir ese malentendido, pues bien se ve que no es cierto. Si se aprende a escuchar, con los años se aguza la percepción de los sonidos y todo el cuerpo participa.

    Bonita muestra.

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  2. Gracias por seguir leyendo y por tus apuntes, Eduardo. Haces un preciosa reivindicación de nuestra creciente capacidad de escucha, de atención, de percepción plena. Reflexión aún más valiosa viniendo de un excelente escuchador como tú.

    Un abrazo.

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  3. Escuchar es un arte que pocos practican y es muy necesario, entre otras cosas, es el ingrediente necesario para mantener un buen diálogo. Un saludo.

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  4. Desde luego, María José: es el ingrediente primordial de la conversación. De otro modo, el diálogo se convierte en cháchara por turnos -en el mejor de los casos-.

    Saludos.

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