Un escritor que limpie boquerones
“Es bueno que un escritor coja el metro, compre
boquerones y los limpie con sus propias manos, sepa lo que es depender de una
nómina o quedarse en paro”, afirma Marta Sanz en No tan incendiario, un más que saludable conjunto de ensayos políticos/literarios (Periférica,
2014) cuya lectura es tan estimulante, agitada y grata como retozar en cueros vivos
por la nieve en mitad de una sauna finlandesa. Es bueno que un escritor habite
la realidad, corre por ahí mucho artista-turista que frecuenta poco el mundo
común y, cuando lo visita, lo hace con traje de aislamiento y con gafas de
cristales blindados.
Los objetos simples y su uso cotidiano nos sumergen en la vida en la misma medida en que nos apartan de ella los excesos de tecnología, de manufactura y de comida enlatada. Picar una cebolla nos pone en contacto con lo real. O verter agua fresca de una jarra de cerámica. O recibir el correo de manos del cartero, y aprovechar para charlar con él un rato. En esas acciones puramente humanas germina la humanidad de la obra. Un creador plastificado y ausente produce obras estériles. Un artista inmerso en la vida obtiene de ella cuanto necesita para componer piezas palpitantes, desnudas de alharacas, con artificio pero sin estafa.
Matisse pintó “Les oignons roses” en Colliure en 1906. Él
mismo había comprado las jarras a un artesano durante un viaje a Argelia. Las
cebollas resplandecen en el cuadro, que se despliega con una deliberada y
minuciosa sencillez. Tanto le importa a Matisse captar esa simplicidad que,
cuando muestra el bodegón acabado al también fovista Jean Puy, quiere hacerle creer
que lo ha pintado el cartero del pueblo. No lo consigue. La mano y la mirada del
artista no sólo no se embrutecen trabajando con barro, con ceniza,
con vísceras, sino que en ellos se ensanchan, curten y afinan. La obra que esas
manos y esa mirada componen deviene inconfundible.


Comentarios
Publicar un comentario