Nieve violeta

Llegó la nieve y trajo la agonía. Trajo La hora violeta de Sergio del Molino, escrito con la voz resonante y afligida, tierna y cortante, con la voz nítida que emerge del fondo más oscuro y rasga el manto inmaculado de la inexorabilidad.

La nevada levantó entre la gente un torbellino de exaltación festiva en día laborable, como si la infrecuente estampa invernal los hubiese trasladado a las ilustraciones de un cuento infantil, ese lugar donde naturalmente suceden maravillas infinitas. En las páginas de La hora violeta no nevaba con dulzura y pausa, sino que ventiscaba ferozmente, y el temporal condenaba a Pablo –no al hijo o niño abstractos, sino al Cuque, a Pau, ¡a sus órdenes!– a la crudeza de la intemperie.

Hoy ha vuelto el sol y con él la muerte. Como a las criaturas, todavía nos tienta creer que en el aire limpio y gélido de un día luminoso sólo caben la vida, la fuerza, el entusiasmo. Pero la muerte culebrea sin estorbo en cualquier tiempo, riguroso o templado. Hoy despido a Pablo en La hora violeta, y su imagen se me aloja en la garganta como un copo de nieve perpetua.

Derramando su dolor en palabras Sergio del Molino habla por sí mismo, pero también por quienes, habiendo estado en lugar semejante, se han quedado mudos. ¡Prestamos tanta atención a la previsión meteorológica, a los vaivenes de borrascas y anticiclones, a las medidas preventivas y a los efectos devastadores! ¿Qué pasa adentro qué se remueve en las entrañas, qué mundos se desmoronan, qué vidas se extinguen mientras afuera suben las temperaturas?


Fotografía de Salva Artesero

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