Bolsas vacías llenas



 
Se escurren río abajo las horas de luz en la vieja capital de la ribera. Es víspera frenética, mágica y dulcísima. Los pobres mortales ultiman sus compras en la calle mayor. Con la urgencia y el ajetreo, van perdiendo la intención y la compostura, y acaban escogiendo regalos porque sí, sin amor ni provecho, casi de mala gana. Luego, entre tienda y tienda, se abren paso contra viento y marea, esto es, contra los demás transeúntes –atizándoles con las bolsas en un tris de reventar, embistiéndolos con un cochecito en el que un niño berrea horrorizado–. En cuanto oscurezca, saldrán a recibir a los Tres Reyes que han de venir en carrozas, con pompa y boato. Pero eso, luego. ¡Les queda tanto por hacer todavía!

Mientras, en la pasarela de madera donde atardece despacito, un niño de seis años y su padre se apuestan frente a la barandilla. Traen una bolsa de plástico con asas que rebosa de pan seco. Recortes de barras y de hogazas, los desperdicios nuestros de cada día. Lanzan río arriba –lo más lejos posible– un cuscurro tras otro. En bandada, los patos se abalanzan sobre los pedacitos remojados. Aunque se disputan agriamente el primero, su riña se vuelve algarabía cuando advierten que el chaparrón de pan arrecia. Ríe el niño, el padre tira los trozos con fuerza y él trata de imitarlo. Los patos se atiborran el pico de pan y se dejan llevar por la corriente. Cuando se les acaba, regresan a por más. Agotada la bolsa, aún se quedan un rato padre e hijo contemplando cómo se deslizan sobre el agua encendida del ocaso sus patos, ahítos.

Al final abandonan la pasarela en dirección a la calle mayor –por la que vagarán sin más propósito–. Se cruzan con una avanzadilla de los Magos, un paje en camioneta descubierta que vocifera por un megáfono “¡Esta tarde, La Gran Cabalgata!”. El paje tiene, a su vez, pajecitos con sacos de golosinas que van repartiendo con desprendimiento. Inesperadamente, el niño se encuentra sumergido en una lluvia de caramelos. Vuelve a reírse y de pura alegría se echa en brazos de su padre.

Ya de noche, en su anual baño de multitudes, los Sabios de Oriente se fijarán en la bolsa de plástico con asas que asoma arrugada del bolsillo de un hombre que carga en hombros a su niño feliz. Y reconocerán en ella una cornucopia de la que manan maravillas y riqueza inagotables. Sólo ellos sabrán darse cuenta de lo llena que está esa bolsa vacía y de lo vacías que están las bolsas llenas. 
 

Fotografía de Salva Artesero

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